miércoles, 30 de noviembre de 2011

La Regla del Juego (1939) – Jean Renoir

Hablar de Jean Renoir es hablar de unos de esos directores que inevitablemente siempre serán referenciados en términos mayores, como unos de los grandes maestros de la historia del cine. Digo esto pues siempre pueden haber opiniones subjetivas, uno puede opinar quién es el mejor director, a su subjetivo juicio, unas veces ese juicio será más acertado o no, pero Renoir es uno de esos directores que muy a menudo se puede oír citar como el mejor, y se puede estar seguro que la opinión -obviamente dependiendo de quién sea el autor- no sería arriesgada, o insensata, pues este realizador entra en la lista selecta del cine. La película que se comenta en esta ocasión es una de las mejores piezas del maestro francés, una película que en el momento de su estreno fue destrozada, recibida con abucheos, y cuenta la leyenda que hasta un individuo intentó quemar el cine donde se proyectaba. Esto es debido a que Renoir retrata con mano impecable la clase acomodada francesa de la época, la ridiculiza, y claro, mientras algunos ni siquiera entendieron el sentido del filme, los que sí lo entendieron, probablemente encontraron inaceptable la forma en que el director retrataba a toda su clase. Esto se agravó al estallar la Primera Guerra Mundial, poquísimo tiempo después de su estreno, y la cinta fue prohibida en Francia y Alemania, además de sufrir injustas mutilaciones de su original metraje. Afortunadamente, décadas después, en 1959, Jean Gaborit y Jacques Durand realizaron un esfuerzo por restaurar el filme, con el consentimiento de Renoir, y el resultado es la magnífica versión que podemos apreciar hoy.

     



Un texto inicial nos informa que la cinta no es un intento de retratar costumbres, y unos versos de Beaumarchais nos dan la directriz del filme, la libertad, el amor, el cambio. Poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial, André Jurieux (Roland Toutain), cruza todo el Océano Atlántico en una avioneta, una auténtica hazaña que genera gran expectativa, tanto de la población como de autoridades gubernamentales, y al llegar, sus primeras palabras son para expresar pesar y lamento porque no se presentó su amada, la inspiradora de su hazaña. Luego, en un elegante castillo, la susodicha, Christine de la Cheyniest (Nora Gregor), habla con su empleada, Lisette (Paulette Dubost), una joven mujer que está casada, y tiene amantes, sí, en plural, y es que ella no concibe la idea de amistad con un hombre, tiene confianza con su ama, y le confiesa someramente su promiscuidad. Christine, ahora casada con el marqués Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), es una extranjera, proveniente de Austria, es extraña al burgués ambiente francés, y habla con Geneviève de Marras (Mila Parély), rodeada por otros burgueses en el elegante castillo. A su vez, el marqués Robert quiere alejarse de su amante, que es Geneviève, para salvar su matrimonio con Christine, que siente amenazado por las declaraciones de André.




El joven André le pide a su amigo Octave (excelente la actuación del propio Renoir) que lo ayude a conquistar a Christine, de quien también es íntimo amigo, y Octave lo hace, no sin antes recordarle que ella es una mujer de mundo, y que hay reglas que deben respetarse para comportarse. Consigue que inviten a André a la cacería en La Colinière, donde los burgueses tienen una mansión campestre, y donde aparece Edouard Schumacher (Gaston Modot), esposo de Lisette, pero ella está más interesada en atender a su ama que en ser su esposa. Octave se entrevista con Christine, le habla de André, y ella, frívola y amistosa en exceso, ríe. En la mansión todos son infieles, y todos lo saben, pero se guarda un sepulcral silencio al respecto, esa es la regla. Luego, Octave convence al marqués de que invite a André a la gran fiesta que van a ofrecer, pese a lo receloso que está de él, y momentos después, en sus propiedades, conoce a un furtivo cazador llamado Marceau (Julien Carette), a quien contrata. André llega a la reunión, goza de gran popularidad, despierta cotilleos, mientras la servidumbre también tiene su propia reunión aparte, y ambos grupos, burgueses y sirvientes, siguen sus propias reglas. El grupo de burgueses sale de cacería, una prolongada secuencia donde matan conejos y faisanes, y donde André y Geneviève tienen un idilio.







Luego, Christine, que lo ha visto todo, habla con Geneviève, le confiesa que sabe que es la amante de su esposo, quiere que lo distraiga y quede libre André, y es que ahí, todos son infieles, y todos lo saben. Mientras tanto, la adúltera Lisette se involucra con Marceau, desatando la furia de Schumacher, pero ella, fresca y frívola, exige que la deje trabajar. Es entonces que se desatan las más disparatadas y divertidas situaciones, en la fiesta burguesa, con Schumacher disparándole a Marceau, André peleándose con un snob, y Christine le confiesa que lo ama locamente, mientras paralelamente se está montando una festiva escenificación teatral. En medio de peleas, gritos, correrías, ebrios, adúlteros y engañados, se desarrolla la sofisticada y refinada fiesta burguesa, que es el clímax de la historia. Acabada la fiesta, todos se calman, conversan los protagonistas, y el marqués le dice a André que está dispuesto a apartarse y dejar libre a Christine, pero ella está insegura de lo que quiere, y una afirmación de Octave lo dice todo: la mentira es algo típico de la época, y sobre todo, de su clase social. Schumacher y Marceau son despedidos por el escándalo, mientras sorpresivamente Christine se le declara a Octave, que inicialmente le corresponde, van a fugarse, pero luego recapacita, sabe que no es el indicado, y le cede el sitio a André, que acaba siendo eliminado por Schumacher, quien confundió a Christine con su mujer Lisette. El atormentado Octave decirse irse a Paris, mientras los burgueses limpian el desorden de su pomposa fiesta.




Así culmina un filme histórico, que tuvo que esperar no pocas décadas para dejar de lado el prejuicio por la humillación de clase sufrida, y ser reconocida como lo que ahora es, considerada una de las mejores películas de la historia, venciendo toda censura pasada. La cinta tiene una riquísima cantidad de matices en su contenido, empezando con la advertencia inicial, muy cierta, pues Renoir en su autobiografía afirma: "Bajo su apariencia benigna, la historia atacaba a la estructura misma de nuestra sociedad. Y no obstante, al principio no había querido presentar al público una obra de vanguardia, sino una peliculita normal”. Y ciertamente lo logra, pero en su grandeza, Renoir ridiculiza y humilla a la clase burguesa francesa, sin pretender mostrar arte vanguardista, sino una película en formato de comedia, donde satiriza a la Francia aristócrata, los representa como un manojo de snobs frívolos y superficiales, torpes, donde la regla más importante es el silencio, esa es la regla del juego, mantener la imagen: pues se perdona el pecado, pero no el escándalo, y la burguesía vive de mantener su fría y ridícula imagen artificial. Otro aspecto importante de esta cinta de Renoir es que remarca cómo hasta la servidumbre se impregna de esa frivolidad, de esa absurda y ridícula trivialidad, desinterés y promiscuidad, y ellos también siguen la regla: silencio total de sus acciones, claman que debe haber libertad en su conducta, pero siempre respetando el decoro, pues Renoir nos retrata cómo los problemas no respetan status sociales, esos problemas, como las reglas, se aplican indistintamente a todos, ambas clases sociales comparten dificultades y defectos.




Es sobresaliente el detalle de que Renoir mismo actúe en el filme, y que lo haga para encarnar al personaje clave: Octave, un personaje desclasado, no es burgués, pero tampoco es sirviente, no tiene los modales ni el aspecto definido como para pertenecer a una clase,-y se mueve entre esos dos mundos, es el nexo, hasta vemos al genial Renoir hilarantemente atrapado en una piel de oso, el director imprime al filme una soberbia actuación, sorprendentemente diestro también para las artes histriónicas, es como si supervisara desde adentro su obra, omnipresente el maestro. Ver el cine de Renoir es algo necesario, imprescindible, pues vemos al gran cineasta que influenció a los posteriores titanes paisanos suyos, ver a Renoir es ver al maestro de Truffaut, de Resnais, y sobre todo, de Chabrol, pues vemos la exquisita forma en que ridiculiza a la burguesía de su tiempo, santo y seña de Claude; es graciosísima la ridiculización de los aristócratas snobs, la caricaturización de su estupidez, vemos aquí al inspirador de la posterior maestría de Chabrol, que retrata esa burguesía a través de exhaustivos estudios sicológicos, mientras Renoir se divierte mostrándonos a la misma clase social, pero en clave cómica. Particularmente brillante es la delirante secuencia de la escenificación teatral, donde con un magistral juego de luces en movimiento, nos muestra dinámicamente una fotografía general de todos los burgueses, ebrios unos, gritones otros, metiéndose la mano, libidinosos, arrojándose objetos, disparándose entre sí por el adulterio, moviéndose entre luz y oscuridad, un verdadero delirio. Triángulos amorosos en ambos bandos, los burgueses André, Christine y Robert, los sirvientes Marceau, Schumacher y Lisett, y en el medio de todos Octave, Renoir, piedra angular de toda la obra, enmarcada por la ridiculez que crece hasta explotar en el final. Obra maestra, cinta de culto, sencillamente infaltable para el apreciador de verdadero cine.






martes, 29 de noviembre de 2011

La Gran Ilusión (1937) – Jean Renoir

La Grande Illusion forma parte de las no pocas películas que Jean Renoir filmó antes del gran conflicto bélico que significó la Segunda Guerra Mundial. Rodar una cinta por esos años tan difíciles, era una labor en la que se corría un gran riesgo de que el filme sea censurado, pero lo que es más, mutilado, y en  las peores ocasiones, como ya ha sucedido, que el filme se pierda para siempre, más aún si el país donde se produce la cinta es Francia, nación siempre afectada por los conflictos de guerra, y partícipe directo de la misma. La presente película, naturalmente, se enfrentó a esos obstáculos, la cinta fue censurada y guardada en los almacenes alemanes durante la ocupación germana, y cuando Renoir fue declarado por Goebbles “Enemigo público cinematográfico °1”, más que nunca se creyó perdida. Pero luego de la ocupación alemana, durante un bombardeo aéreo de los aliados en 1942, la lata con el film, que ya había pasado de Francia a almacenes alemanes, paseaba entonces por almacenes rusos cuando soldados de ese país entraron a Berlín, siendo restaurada con el consentimiento de Renoir en 1960. Es así, que tras más de dos décadas de incógnita, la película vio la luz ya sin muchas de sus antiguas limitaciones contextuales, y el resultado es lo que podemos apreciar actualmente, una película referencial, que trata sobre los horrores de la guerra, pero que, más importante que eso, habla de las relaciones humanas en el fondo de todo, la incertidumbre que genera en algunos espíritus, y por el contrario, la fuerte determinación de otros.

   


La cinta inicia con unos soldados franceses que conversan desinteresadamente, cortejan a una dama, y vemos al teniente Maréchal (Jean Gabin), que es encargado de investigar una extraña marca en un mapa en territorio alemán junto al capitán de Boeldieu (Pierre Fresnay), pero su avión es derribado, Maréchal herido, y ambos capturados. Las autoridades alemanas, encabezadas por el Capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim), averiguan si hay autoridades francesas entre los supervivientes, invitados a cenar. Es así que los franceses son tratados con camaradería, comen los soldados juntos de ambos bandos, y son llevados al campo de concentración Hallbach, donde cada grupo vive a su manera, en su propio ambiente. Prontamente Maréchal se entera que se está cavando un túnel para escapar, y ayuda a los demás, que cavan sistemáticamente cada noche. Mientras, realizan pintorescos trabajos de entretenimiento a los germanos, mientras Maréchal mejora, y los trabajos progresan, pero de pronto, justo un día antes del escape, son trasladados a otro campo de concentración, y se ven imposibilitados, por la diferencia de idioma, de transmitir la existencia del túnel a los prisioneros británicos que llegan. Es así que Maréchal y de Boeldieu son llevados de campo en campo, y realizan muchos intentos de escape, y aunque no tienen éxito, lo siguen intentando. Se reencuentran, en el campo de concentración Wintersborn, con el teniente Rosenthal (Marcel Dalio), un judío con el que siguen intentando fugar. Reciben un gran paquete con libros, que son recibidos sin entusiasmo e incinerados por los alemanes.





De Boeldieu elabora un detallado plan de escape, en el que acepta ser distractor por unos minutos, y que Maréchal y los demás escapen aprovechando esa distracción, acepta sacrificarse por sus camaradas, y planean los movimientos. Mientras la vigilancia se incrementa, von Rauffenstein se comunica y mantiene contacto con los prisioneros, que se entretienen tocando música con instrumentos de cocina. Llega el día indicado, pasan lista los alemanes y de Boeldieu no está, mientras Maréchal y Rosenthal escapan, se escabullen usando una soga hecha con telas atadas. En una interesante secuencia, de Boeldieu distrae a las autoridades germanas tocando música, fumando, corriendo, y von Rauffenstein le suplica que se detenga, que no lo obligue a disparar, pero finalmente lo hace, derriba al francés mientras sus dos compañeros escapan. Von Rauffenstein se disculpa con de Boeldieu por lo sucedido, se encuentra inseguro ante su incierta posición en la guerra, victimario, situación con la que no se siente identificado, no encuentra su real posición, mientras de Boeldieu está satisfecho de la forma en que morirá, la acepta y la encuentra honorable. Los prófugos siguen su marcha, buscan llegar a Suiza, y un renqueante Rosenthal retrasa a Maréchal, que piensa abandonarlo, pero vuelve y prosiguen juntos, llegan hasta un establo, donde reciben la hospitalidad de Elsa (Dita Parlo), una campesina viuda alemana que vive sola con su hija, con quienes los franceses pasan navidad, y Maréchal se enamora de la mujer, siendo correspondido. Pero ellos deben seguir escapando, él le promete que si sobrevive al final de la guerra, volverá con ella, la dejan, y cuando están huyendo, son avistados por soldados alemanes, que les disparan, pero que finalmente los dejan ir, cuando uno le dice al otro que ya han cruzado la frontera suiza.




Así culmina la cinta del gran director francés, que narra las secuencias de mayor intimidad entre los personajes con una cámara que sigue delicadamente las acciones, lo que la hace retratarlas con cercanía, plasma ese mundo con intimidad, donde, a pesar de ser prisioneros comiendo con sus autoridades captoras, se respira una gran y sorprendente camaradería. En ese apartado mundo, un mundo que la guerra ha separado de todo, y que los alemanes han vuelto una prisión en espera del inevitable final, una muerte desalmada, los franceses realizan performances de entretenimiento a los alemanes, en las que se travisten, el director juega con las representaciones teatrales, donde se canta la marsellesa, es un licencioso mundo de guerra. Renoir nos muestra el mundo del campo de concentración, pero lo muestra de una manera que hace dejar en un segundo plano el aspecto de la destrucción y la barbarie alemana, en pro de mostrar el lado humano de los protagonistas, en el que un prisionero admira profundamente a Píndaro, la sensibilidad subsiste en medio de la catástrofe, y esta intención del realizador se refuerza más en la representación del acercamiento de von Rauffenstein a de Boeldieu, al que suplica no lo obligue a matarlo, siente un lazo con su colega de similar posición en la milicia francesa, pero con el que difiere en que no siente significado ni sentido en el trabajo que realiza, es casi un desclasado, que siente incertidumbre del papel que juega en la cambiante realidad de una guerra que tiene que terminar. Ahí radica la fuerza de esta cinta que tuvimos la suerte de que fue restaurada y recuperada, en mostrar la camaradería, sensibilidad, cariño, amor, sentimientos humanos que siguen fluyendo, hasta en las peores circunstancias. Una de las mejores películas del gigante cineasta francés, otra joyita de esas que Renoir no se cansó de regalarle al mundo cinematográfico.

 


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