jueves, 29 de noviembre de 2012

Vampiro (1932) - Carl Theodor Dreyer


Un poco del mejor cine que Europa tuvo para ofrecernos, a través de uno de sus más ilustres exponentes de días dorados, el descomunal danés Carl Theodor Dreyer, que nos presenta un trabajo a la altura de un titán mayor en el firmamento selecto del cine del Viejo Continente. Eran las décadas en que este sublime arte, el cine, todavía se encontraba definiendo sus cánones expresivos, narrativos y estéticos, y Dreyer tiene cuota importante en ese periodo fundamental. Cuatro años después de La pasión de Juana de Arco (1932), otro de sus títulos mayores, nos entrega éste, uno de sus trabajos más oscuros, y en el que aborda una temática por entonces muy en boga, el tema vampírico. Habiendo visto la luz la probablemente más difundida y célebre versión del tema de la época, Dracula (1931) de Tod Browning, con el mítico papel de Bela Lugosi, Dreyer nos ofrece su particular versión del tema, una historia de un obseso estudiante de temas sobrenaturales, que en su obsesión, llega a una vieja posada, en la que los más singulares y oscuros acontecimientos tienen lugar, culpando de mucho de esto a una vieja bruja, la cual, en forma vampiresca, ataca a una joven fémina local. El titán danés aprovecha esta excelente oportunidad para dar rienda suelta a su descomunal dominio de la escena y a su soberbia capacidad parea generar situaciones oníricas que traspasan la realidad hasta transportarnos al más denso universo de lobreguez y tenebrosidad, de muerte y seres malignos, es uno de los trabajos visualmente más logrados del cineasta, una obra maestra mal recibida en su inicial lanzamiento, pero posteriormente revalorada, y considerada hoy como uno de los referentes para el cine europeo posterior, cuyos mayores cineastas bebieron del genio de este gigante danés.

     


El filme comienza con una leyenda que nos habla de Allan Grey, un joven estudiante, asiduo de lecturas sobre Satán y los vampiros, su obsesión con esos temas lo ha llevado a no poder discernir más entre la realidad y la demencia de sus temas predilectos. En uno de sus avatares, Allan (Julian West) llega hasta una vieja posada en la zona de Countempierre. Al adentrarse en la posada, lo siniestro no se hace esperar, como Der Schlossherr (Maurice Schutz), dueño del lugar, que tañe la campana con extraña disposición, y después, tras hurgar Allan por la casa, encuentra una severa aberración. Se aloja Allan en la oscura posada, y Schlossherr, al aparecer de nuevo, le dice que “ella no puede morir”, tras lo cual, Allan siente cómo una sobrehumana fuerza lo llama poderosamente, una presencia horrorizada, y una voz interior que le pide auxilio a gritos. Allen aprovecha el silencio de la noche para fisgonear la posada, encontrando polvorientas estancias, polvo y telarañas cubren todo, soledad y silencio, sombras, textos, y una calavera, pero el viejo encargado desbarata su exploración. Al seguir su reconocimiento posteriormente, encuentra un grueso tomo acerca de vampirismo, escritos que conserva. Poco después, otro de los que frecuentan la posada, Léone (Sybille Schmitz), es liquidado tras furibundo ataque.





Antes de fenecer, empero, Léone le entrega un objeto a Allan, y éste, posteriormente, ya instalado en la posada, aprovecha un momento de soledad para abrir el paquete en el que ha guardado el texto. El libro es un amplio escrito sobre vampiros, definiciones y acciones características de estos oscuros seres, va leyendo  el tomo sobre vampiros, mientras afuera una hermosa joven lugareña, Gisèle (Rena Mandel), sufre un extraño desvanecimiento. Así, va aprendiendo más de los vampiros, de cómo transforman más individuos a su vampírica condición, los suman a su eterna existencia de chupasangres, mientras Gisèle va despertando de su trance. Paralelamente, el obseso Allan, acorde a su inclinación, se empapa más y más sobre el tema de su libro, reaparece Schlossherr, que se preocupa al encontrar a la joven fémina en lamentable condición, ella necesita sangre. Entonces, Allan experimenta un alucinante desdoblamiento, y como una suerte de fantasmagórica presencia, hurga por toda la casa, se ve a sí mismo en su funeral, en su ataúd camino al cementerio, ve también una exhumación a una vieja mujer, una supuesta bruja vampira causante de todos los males de la posada. A la bruja se le clava severa estaca en el corazón, tras lo cual, Gisèle se reincorpora, está revitalizada. Finalmente, Gisèle y Allan escapan juntos de la posada, en una balsa, mientras Schlossherr sucumbe en una terrible cámara que se llena de arena.





Basada en la obra de Sheridan Le Fanu, cuando relatos vampíricos como el citado trabajo de Lugosi estaban sentando bases, Christen Jul, junto a Dreyer mismo, sería quien escribiría el guión de la magna obra que ahora nos ocupa, en la que si algo llama la atención de quien escribe es una relación del terror dreyeriano de este filme, con el terror literario de otro titán, un titán autorizado como pocas humanas experiencias en el tema del terror, me refiero al mítico yanqui Edgar Allan Poe. Mi hipótesis, considero, no es nada descabellada, no solo por el evidente uso del nombre del personaje principal, Allan, probable alegoría al estadounidense e inmortal icono del horror literario, sino por otra razón, que vincula mucho más íntimamente los trabajos de ambos magnos artistas, y esa es la forma en que el personaje principal se va sumiendo en la demencia, la forma en que se nos habla de cómo el horror y el terror doblegan la voluntad humana, y su quimérica resistencia a no dejarse envolver por la lúgubre espiral de la que no hay escape. Y es que en efecto, no hay escapatoria de un horror tan desbordante como inexplicable, transmite Dreyer esa sensación de mundo de pesadilla, donde parece que la bondad y la pureza se extinguieron, donde la oscuridad y el terror proliferan, y convierten al humano y su voluntad en sus juguetes, impotentes e incapaces de sustraerse a la invasión de la oscuridad. Es un estupendo trabajo, excelente muestra de cine, cine arte, una ojeada al tema vampírico, que por entonces estaba en boga, un fenómeno que rebasó la literatura, su fuente primigenia, y rebasó luego al teatro, para alcanzar el cine, explorando los convencionalismos adoptados respecto a este tópico, los vampiros chupasangres, que convierten a inadvertidas victimas a su casta maldita, eternamente buscando nuevos congéneres. En el filme de Dreyer llama la atención no tanto lo sangriento de su trama, ni lo rimbombante de sus acciones, pues estos elementos se verán supeditados a otro norte superior, el norte de la realización audiovisual. Así, el terror jamás será completamente consumado, mucho menos mostrado, será sugerido, insinuado, el terror psicológico se vuelve el eje central sobre el que girará la tensión y el corazón del filme. Asimismo, asistiremos a una demostración mayúscula de iluminación y dominio de la misma, es una clase maestra de cómo utilizar la luz, de cómo contrastarla con las sombras, generar claroscuros y contrastes, ingeniosos métodos de esta iluminación serán por Dreyer utilizados, él y Rudolph Maté, su camarógrafo y director de fotografía -de excelente trayectoria, y con quien ya habría trabajado en la antes citada La pasión de Juana de Arco (1932)-, tienen directa importancia sobre este aspecto, el aspecto visual, ellos engendran esa densa atmósfera, plagada de grises, de contrastes, de lobreguez, una embriagadora y onírica atmósfera lúgubre. Este correcto trabajo de iluminación se manifestará durante todo el metraje del filme, todo, sin excepción, y será una de las claves para transformar una estancia inicialmente uniforme, como la posada, tétricamente uniforme, que por efectos de ese trabajo lumínico será trastornada y transformada a infernal y bizarra locación.









La figura inicial con que el danés nos sorprende nos habla de un cineasta que no puede esperar mucho para bombardearnos con su artillería pesada, y es así que prontamente observaremos una de las figuras más representativas del filme, una de las imágenes que, visualmente, mayor y más profunda impronta generan en la retina del afortunado que se deleita con la obra dreyeriana. Vemos al viejo dueño de la posada blandiendo la enorme guadaña, es una figura, una imagen casi inhumana, una presencia hierática, espectral individuo con severo elemento, la guadaña que se yergue imponente y amenazadora, mientras el sujeto tañe las campanas, enriqueciendo así una casi apocalíptica y lúgubre figura que parece sustraída del mismísimo averno, uno de los productos más poderosos de la imaginería del descomunal danés. Y Dreyer sabrá recurrir en más de una ocasión a tan elocuente y poderosa figura sobrehumana, y de esa forma veremos repetidas, pero pocas veces al lóbrego personaje, tan reincidente como poderosa su silueta, multiplicada y magnificada por el contraste que el cineasta genera con el cielo, soberbio claroscuro, contra el sol, el cielo nublado y albo contrasta poderosamente con la oscuridad del campanario, del portador de la guadaña, para terminar de configurar una por demás aciaga, atemporal, espectral imagen. El tremendo trabajo audiovisual que completa Dreyer tiene otro de sus pilares fundamentales en la maravillosa forma en que este danés manipula los elementos expresivos para construir su mundo de oscuridad, y claro, las hijas de la oscuridad son las mejores aliadas del maestro nórdico del cine, las sombras vienen a jugar importantísimo papel en el filme. Sí, nadie como Dreyer en este aspecto, nadie, nadie como Dreyer para jugar con las sombras, para utilizarlas, para manipularlas a su antojo, para amalgamarlas a su relato, para fundirlas con la realidad, pues en el oscuro y sórdido universo del dómine cineasta, las sombras tienen vida, literalmente la tienen, un individuo se mueve hacia una dirección, y su sombra se mueve autónomamente hacia la otra, segmento que se volvería un clásico referencial del género, es en efecto un mundo irreal, onírico, surrealmente terrorífico. Todo esto sin mencionar escenas en que las sombras sencillamente son el eje central de lo expresado, de lo transmitido, ¡las sombras excavan, las sombras danzan!, con precisas inclinaciones y angulaciones de la cámara, las sombras se distorsionan y alcanzan dimensiones demenciales, y distorsionan a su vez las estructuras, las cosas; con Dreyer, las sombras se vuelven un personaje más, un protagonista más, y no es un cliché el decirlo, y es que Dreyer, muy a su manera, impregna de un expresionismo tardío a su filme, un expresionismo muy personal.










De esta manera, se construyen los tenebrosos interiores de la posada maldita, libros añejos y polvorientos, telarañas que lo cubren todo, humanos cráneos sirven de sórdidos sostiene libros, sumándose a los efectos que producen las sombras, la parsimonia de muchos de sus pasajes narrativos, generan esa atmósfera densa y onírica, esa perenne sensación de pesadilla que se apodera de todo el metraje, una densidad única, potenciada también por tratarse de un filme semi mudo, en el que los diálogos están reducidos, pues se dota de mayor importancia expresiva y narrativa a las imágenes, y es que el cineasta sacrifica algo de acción, sacrifica un poco una trama de mayores acontecimientos en pro de la estética. Así, disfrutamos no de un filme que nos vaya a deparar abruptos sobresaltos, súbitos movimientos de ánimo, agitaciones de emoción, o aberrantes imágenes sangrientas de un horror que sin mayores problemas tendería al facilismo. Dreyer prefiere en cambio desfilar por los senderos de un terror mucho más difícil de engendrarse, el terror que se sugiere, que no se muestra, que no cae en en lo burdo, sino en la insinuación, en la tensión, el efecto que esto produce es todo, el terror psicológico, que hace presa del espectador. Dreyer se emparenta de esta forma con un pintor, un pintor que persigue el exacto efecto buscado de su cuadro en su público, la imagen cobrará una vigorosa e inigualable importancia, se plasma su formación pictórica. Además., en este filme se manifiesta otro elemento muy dreyeriano, las flamas, el fuego, la llama del fuego que se manifestará en repetidas circunstancias, ocupando incluso en muchas ocasiones el eje central de una imagen, de un encuadre, la importancia a este elemento expresivo concedida por Dreyer ya se manifiesta, pero la injerencia y significancia, poco a poco irán tomando forma, en posteriores cintas. También la innegable inclinación de hombre de teatro de Dreyer se plasma, y desemboca toda en una expresividad audiovisual superior, en la precisión de su narrativa en imágenes, esas imágenes que colaboran a uno de los más resaltantes aspectos de este magnífico filme semi mudo. Este aspecto vital e ineludible es que Dreyer incursiona en una breve corriente cinematográfica de la que él es ilustre representante, se trata de la Kammerspielfilm, la ilustre corriente contemporánea al expresionismo que fundara el mítico Max Reinhardt, y en la que tres son los pilares básicos del cine: reducción al mínimo de los rótulos, de los subtítulos; introducción en el mundo interior del protagonista, en su psiquis, impulsos y acciones; y eventualmente abordar temas de la aristocracia o burguesía del tiempo, pero siendo los primeros, los dos puntos principales, los de mayor valía cinematográfica, evidentemente. La incursión de Dreyer en la Kammerspielfilm es pues plena, nos transporta a su surreal universo, en el que tres son los principales fenómenos que irán a presenciar, dos de los cuales ya se han abordado hasta este momento. Primero, la brutal imagen del portador de la guadaña, tañendo las campanas en repetidas ocasiones; segundo, el sobrenatural encuentro con la sombra que tiene vida propia, símbolo de que estamos en un lugar donde la oscuridad ha cobrado vida, la oscuridad ha dejado de ser estática y limitarse a ser un lúgubre reflejo derramado, subordinado a un ser de este mundo, ahora tiene movimiento y voluntad independientes.












El tercer elemento es un elemento digno de párrafo aparte, pues viene a ser el más complejo, y un segmento que merecidamente ha valido el homenaje de otro genio del cine, posterior a Dreyer, que supo ver en el danés a un prodigioso y atemporal mentor. Es el segmento en que el joven Allan Grey experimenta el desdoblamiento, el momento en que se desencadena lo más onírico, lo más alucinante, lo más surreal del filme comienza con este suceso sobrenatural. El joven estudioso de lo oscuro y satánico se desdobla, deja su carnal materialización para levitar, levitar y visitar lugares de la casa, pero lo que es más, para visitar su propio funeral, la marcha fúnebre que lleva el ataúd, continente de su inerte organismo, se ve a sí mismo siendo llevado en el cortejo, es la experiencia más bizarra, la oscuridad del filme se expresa de particular forma, sórdida e irrepetible experiencia. Allan Grey se convierte en impensado asistente al propio trayecto de su cuerpo humano al cementerio, y durante el trayecto, recostado, el cielo es su perenne compañero, cortado por los árboles, generando brillantes y oníricos contrastes, es lo más denso y surreal del filme, ambos planos del relato alcanzan aquí su clímax, y es el motivo por el que el genio antes referenciado decide homenajear a Dreyer. Me refiero a mi cineasta predilecto, me refiero a la luminaria sueca, Ingmar Bergman, que expresamente reconoce en Dreyer a una de sus mayúsculas referencias, innegable e inevitable es la pleitesía que Bergman rinde a esta secuencia, haciendo lo propio con la mítica secuencia del sueño del legendario Victor Sjöström en la estupenda Fresas Salvajes / Smultronstället (1957), es un titán dirigiendo a otro titán, un coloso inspirando a otro coloso, rebasando las fronteras del tiempo, gracias al arte, gracias al cine; Bergman afirmaba que lo que él más admiraba en un cineasta, y lo que él perseguía -sin conseguirlo muchas veces, según su propia opinión- era su capacidad para entremezclar onirismo y realidad, sueño y realidad, la forma de amalgamar ambos mundos, antagonistas e irreconciliables para los mortales ordinarios, en un bicéfalo relato, y de alivianar la transición entre ambos universos. Es este filme dreyeriano un formidable ejemplo de aquello, es perfectamente coherente y consecuente de un señor cineasta como Bergman, haberlo reconocido, y rendirle la pleitesía que otro dómine del cine como él podía realizar. De esta forma consigue Dreyer penetrar en quizás el más importante estamento de la Kammerspielfilm, el internamiento en la psiquis del protagonista, el recorrido por su retorcida y atormentada psicología, para ello tendrá a su incondicional aliada, la cámara subjetiva que sigue al protagonista, y ese cercano seguimiento nos ensimisma con la narración, estrechará la cercanía a la misma, uno de los santos y señas del nórdico cineasta se manifiesta, esos travellings, esos parsimoniosos y detallados travellings, con su calma y sutileza sabrán adentrarnos en el mundo interior del personaje central, en su pesadillesca demencia. Imágenes de pesadilla para el recuerdo quedan, la mencionada secuencia del desdoblamiento y presencia del propio funeral, el nacimiento bizarro de la bruja, el ente vampiro que inicia todo, y la secuencia de su ajusticiamiento con la estaca es asimismo notable; también tendremos espeluznantes segmentos de cadavéricos dedos alcanzando una botella ponzoñosa, el onirismo tibiamente se insinúa, tibia pero severamente. Con todo el requerimiento histriónico y actoral que un filme casi mudo como éste requiere, Julian West realiza un muy correcto trabajo como el joven obseso que pierde la cordura pero finalmente la recupera, en un final feliz, finalmente Dreyer opta por plasmar un desenlace feliz, repleto de esperanza y alegría, la pareja escapa de la oscuridad y el terror, finalmente, tras toda la pesadilla y oscuridad, la esperanza, la luz, se abren paso. Filme en su momento rechazado, muy fríamente acogido -tanto así que el cineasta no produciría otro filme hasta doce años después, con la tremenda Dies irae (1943)-, fue objeto de la justa revalorización que solo el tiempo le otorga a las obras maestras, y goza hoy de todo el prestigio que una de las máximas obras de un mayúsculo cineasta puede gozar. Dreyer es algo atípico, algo espectacular, descolló en cine mudo y cine sonoro, maestro en ambos mundos, es uno de esos invitados discretos a una mesa, una mesa donde solo se sientan las mayores luminarias del cine. Dreyer llega muy discretamente a la cena, quizás llegue incluso un poco tarde; pero sin él, la cena sería sencillamente otra cosa, brillaría por sus falencias y carencias, pues algo importante faltaría. Filme necesario, imprescindible, exquisito para aquellos pocos que sabemos valorar a este genio; somos pocos, pero somos.











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