Década de los ochenta, un decenio en el que Berlanga no
completaría muchos filmes, y, tras concluir su trilogía del Marqués de
Leguineche, con Nacional III (1982),
cierra el mencionado espacio temporal con el presente filme, marcadamente
diferenciado de los ejercicios inmediatos precedentes. Berlanga recuerda por momentos al
mejor director que conocimos en sus ejercicios en blanco y negro, con la
censura encima de él, pero ahora, ya sin ese obstáculo -aunque es un debate
abierto considerarlo como tal-, regresa a su ingenioso estilo de sátira, y
recurre incluso a sutiles e inteligentes simbolismos, poderosos simbolismos que
enriquecen decidida y notablemente un filme que rememora al mejor Berlanga en
mucho tiempo. Es esta la historia de un grupo de soldados republicanos, en
plena Guerra Civil española, enfrentándose a los nacionalistas, y no tienen éstos mejor idea para molestarlos, que robándose un toro que en una próxima
festividad, servirá para animar una corrida. Pero el hurto del animal, que
termina siendo una vaquilla, nunca se concretará, y terminará por sumirlos en
interminables e impensadas peripecias que incluyen pasar buena parte del filme
inmiscuidos entre el enemigo, los que apoyan a Franco. Con Rafael Azcona como único
sobreviviente de los viejos y gloriosos tándems de los añosos clásicos, se
configura un filme que se siente revitalizado, con toda la fuerza y
contundencia que Berlanga pareció acusar en pérdida en sus iniciales ejercicios
luego de la caída del dictador. Un filme para mirar con mucha atención, uno de
los más queridos en tierras ibéricas.
Comienza la acción en el frente de batalla, unos soldados
republicanos, en sus trincheras, hacen todo menos batallar, juegan al póquer, se
divierten, pero no tienen comida, y entonces oyen un altavoz, que indica que en
la España nacional las cosas van bien, hay alimento, y se preparan unas
festividades. El republicano que está allí al mando es Brigada Castro (Alfredo Landa), que negocia trueques con los contrarios de papel de
liar y tabaco, e incluso soldados. Inquieto por el anuncio, Brigada le dice al
Teniente Broseta (José Sacristán)
que tiene un plan para robarse al supuesto toro de la venidera corrida, y junto
a Mariano (Guillermo Montesinos), conocedor del área, planean su operación, a la que
colaborarán también el Limeño (Santiago Ramos), y el
cura (Carles Velat).
Parten de medianoche, pero se pierden, y
terminan yendo a las tierras del joven soldado. Al llegar finalmente al establo
indicado, el toro es una vaca, la misma que no llegan a capturar, escapa, es ya
de mañana. Tras el fracaso en su misión, llegan a una laguna supuestamente
desolada, pero mientras se bañan, llegan soldados nacionalistas, con la fortuna
de que, estando todos semidesnudos, no los reconocieron como republicanos.
Llegan después a la casa de Guadalupe (Violeta Cela), novia de Mariano.
Se refugian con Guadalupe y su madre, Juana (María Luisa Ponte), pero al rechazar Guadalupe a
Mariano, deben partir. Prosiguen los cinco su marcha, llegan hasta un
prostíbulo, lugar en el que, estando a punto de ser atendidos, son
interrumpidos por soldados nacionalistas. El cura, que en realidad no es tal,
es investido por ellos como sacristán y lidera una procesión, en la que Mariano trata de
recuperar a Guadalupe, pero ésta se entiende con un alférez ahora (Juanjo Puigcorbé). Tras aplaudir todos el paso de una
avioneta, llegan a la casa de un distinguido marqués (Adolfo Marsillach), que vive con su hermana, la condesa
Adela (Amelia de la Torre), adultos maduros de los que los soldados cuidan, Brigada va perdiendo
la paciencia. Se avecina el jolgorio y la corrida de toros, el Limeño, que se
ha encontrado allí con su amigo Cartujano (Carlos Tristancho), será uno de los toreros. El Limeño torea y encanta, sale a hombros. Brigada no ve la hora de irse de allí, Mariano en
vano lucha por recuperar a Lupe, llegan a la casa de los padres del soldado,
donde están también el marqués y la condesa. El quinteto amarra al marqués a su silla de ruedas, lo abandonan en un paraje de noche, avistan a la
vaquilla, el Limeño y el Cartujano, la torean, pero, tras disputársela, ésta fenece.
El descomunal realizador español nos pinta un
espectacular bosquejo de lo inútil y ridícula que termina siendo la guerra, nos
ilustra un mundo bélico en el que lo primero que vemos, es a los soldados hacer
cualquier cosa, menos la guerra. Dejadez, juegos de cartas, relajo, un
prolongado travelling nos ilustra esto con lujo de detalles, los planos
secuencia de Berlanga pronto se manifiestan, vemos la fotografía inicial, unas
circunstancias tan inverosímiles en las que los soldados se intercambian a modo
de trueque con una facilidad como si fueran tabaco o papel de liar, el paralelo
y la analogía son soberbias, materializa ya sus contundentes figuras. Asimismo, el guía de la misión, robar la vaquilla,
es Mariano, soldado que nació en terreno fronterizo, al que se le dice que de
no conseguir uniformes nacionalistas, se pintarán de rojo los propios, los
republicanos, la guerra queda pues reducida prácticamente a un juego. En ese
burlesco ambiente hasta un ridículo homosexual está presente, que inclusive
sirve como señuelo antes de perpetrar su intento de rapto toril. Nunca antes,
hasta ese momento, se había configurado una cinta que presentara en clave
cómica el tema de la guerra civil española, y probablemente nunca más en el
futuro se configuraría una que lo hiciera de forma tan exquisita e hilarante.
Ridículas las figuras, inepcia tras inepcia, ocurrencia tras ocurrencia, un
soldado con los pantalones ensuciados, pero no por miedo dice el sargento, sino
por ciruelas que comió el día anterior, despertando furia y maldiciones en Brigada. El director valenciano no podía evitar incluir, asimismo, otro
elemento muy berlanguiano, el elemento laico, y de esta forma vamos al cura,
religioso frustrado, que de pronto es investido como sacristán y lleva la batuta en una procesión, procesión postiza y forzada, pero son imágenes que el
director nunca deja de insertar en un filme suyo.
Como se mencionó, la guerra queda en la cinta minimizada
casi a un juego, a algo ridículo, algo incluso en segundo plano, y a esto
colaboran mucho los también señalados poderosos simbolismos de los que la dupla
Berlanga-Azcona hace gala. Afirman los republicanos, semidesnudos en la laguna, sin uniformes, bañándose con los enemigos, “en pelotas, ni enemigos ni nada”, y es que finalmente solo los uniformes los
diferencian, los atavíos, insignias y señales, pues en el fondo son todos
hombres, con símiles intereses, bañándose como hermanos en una laguna, o esperando todos su turno en un prostíbulo, la guerra pues queda como algo
absurdo, innecesario, es una lucha entre hombres que finalmente son iguales,
españoles hermanos. Y es que durante buena parte del filme los republicanos se
camuflan entre los nacionalistas sin que nadie note nada, evidenciado queda que
la auténtica diferencia entre ambos se reduce a unos insignificantes retazos de
telas y algunos distintivos militares sin mayor significancia o importancia. Lo
que sí parece evidenciar Berlanga que le resultaba imposible dejar de mostrar,
levantada ya la censura, son sus recurrentes imágenes sexuales, la alegoría se
perdió por completo, para mostrarlo ahora todo con desenfado, pero no llegan a
ser tan grotescas estas secuencias como en La escopeta
nacional (1978), o la posterior París Tombuctú (1999); hay secuencias
explícitas de sexo, sí, pero ya no están ahí para ridiculizar a una clase, sino
para retratar una situación austera, un cuadro mayor, y en el que se siente un
halo de la seriedad y sobriedad que Berlanga siempre supo mostrar en trabajos
anteriores. Esas escenas, en el prostíbulo, sirven, como en la laguna, para
evidenciar la igualdad de los hombres, de sus instintos y necesidades, su
igualdad debajo de los fríos uniformes, las diferencias quedan minimizadas y
reducidas.
Otro de los poderosos simbolismos
de la cinta berlanguiana presente se manifiesta en la encarnación no-militar de
la clase franquista, esto es, los que son defendidos por los efectivos
nacionalistas: el marqués, y su hermana, la condesa, que son representados como
una clase rancia, senil, desgastada, incluso inválida. Un marqués con gota, en
silla de ruedas, una condesa enormemente idiota, incoherente, lenta, las
falencias de ambos son de todas las naturalezas, y ellos, propietarios de
tierras, son las devaluadas figuras “nobles”, rezagos de la clase que imperó
durante el totalitarismo, siempre son defendidos y atendidos por los lacayos
franquistas, y ojo a los saltantes y evidentes letreros de “Viva Franco” en
medio de la algazara y celebración de ese bando. El máximo simbolismo queda materializado
cuando abandonan al marqués en una suerte de páramo, maniatado, amarrado a una
silla de ruedas, diciéndole “ahora sí es libre”, fuerte la figura que nos
presenta de la clase a la que representa el viejo marqués, impedida de todas
las formas posibles. Descabelladas e impensadas circunstancias son las que se
van sucediendo en el filme, absurdas peripecias las que atraviesa el singular
quinteto en la búsqueda de su cometido, robar la vaquilla con el único
objetivo de fastidiar a los fascistas y elevar la moral de su gente, en un
escenario donde la guerra puede incluso ser dejada en segundo plano, pues lo
que nos transmite es, una vez más, una ácida crítica y ridiculización a Franco
y sus rezagos, además de la igualdad de los hombres, lo innecesario y absurdo de
la guerra. Se trata de uno de los filmes más atractivos del valenciano, no en
vano más de una vez citado como uno de los filmes más queridos de la historia
del cine español, en el que recupera el ibérico su vigor, ingenio, mordacidad y
exquisita sutileza, es como ver al mejor Berlanga otra vez, esgrimiendo y
blandiendo ahora poderosos y deliciosos simbolismos, en los que la tierna
vaquilla termina siendo el máximo simbolismo, objeto perseguido, que una vez
alcanzado, fenece, acaso sea la guerra misma, ridículo y quimérico objetivo,
que cuando se alcanza, termina siendo una putrefacta masa, muerte y podredumbre, como la poderosa
imagen con la que cierra el realizador su filme, primero mostrando su inerte
ojo, luego el cadáver vacuno siendo devorado por los implacables buitres. Gran filme de
Berlanga, que se rodó en Zaragoza, en la región de Sos del Rey Católico, a cuya
población se agradeció su colaboración, siempre apoyado el maestro por ese otro
genio, Rafael Azcona, dándole solidez y fuerza únicas al guión, a los
parlamentos. No termina siendo muy influyente el hecho de que trabaje el
español ya sin ninguno de sus actores fetiche, pues el reparto nunca desentona,
se configura uno de los filmes más apreciables del titánico ibérico.
Genio trabajando. |
La vaquilla. |
Muerte y descomposición. |
Podredumbre, la vaquilla feneció. |
El gran Berlanga. |
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