jueves, 21 de junio de 2012

Cría cuervos (1976) - Carlos Saura


El gigante director español Carlos Saura dirige una de las cintas que mejor le son conocidas y reconocidas, filme con el que comienza ya a cimentar las directrices definitivas de su cine, y con el que materializa además un ácido mensaje contra el saliente franquismo, motivo por el que el realizador sería considerado junto con otros gigantes que símil norte adoptaran, como el genial Luis García Berlanga. Como en su momento hiciese el citado titán, Saura inserta y desliza con tanta sutileza como poderosa determinación, una corrosiva visión del franquismo, en la figura del padre de la protagonista del filme, una niña terriblemente afectada por la muerte de su madre, evento que no logra superar, ella piensa, a su vez, que fue responsable de la muerte de su padre, a quien aborrecía, y la cinta es un viaje por sus vivencias, junto a sus dos hermanas, a su tía y a su nodriza, en una historia surreal, delirante y poderosa. De lo mejor de la producción del gran ibérico, Saura materializa un ejercicio notable, de mucha fuerza, de poderosas imágenes y secuencias, un gran filme por el que no equivocadamente críticos respetables lo colocaran en una selecta terna de cine revolucionario, pero tan efectivamente disimulado, que termina siendo un exquisito ejercicio de exploración al mundo infantil, a las falencias de la sociedad española de entonces, y claro, al modelo de representante militar del saliente dictador español.

       


Una melancólica y sentimental música nos introduce en un mundo de fotografías, de recuerdos, de imágenes de infancia y familia. Una pequeña niña, Ana (Ana Torrent), merodea de noche por su casa, tras escuchar unos gemidos, ve salir de una recámara a una mujer, la misma de la cual, instantes luego, encuentra a su padre, fenecido. Tras esto, va a la cocina, donde su madre (Geraldine Chaplin) le dice que vuelva a la cama. Luego, su nodriza, Rosa (Florinda Chico), la prepara para el velorio de su padre, junto a su hermana mayor, Irene (Conchita Pérez). En el velorio, está la mujer que vio salir de la recámara, y luego tiene ella una ilusión, se alucina a sí misma lanzándose de un edificio. Luego, una adulta Ana (también la interpreta la Chaplin), habla a la cámara, todo es un recuerdo de ella, dice que aborreció a su padre, a quien consideró culpable de que su madre dejara de tocar el piano, de que enfermara, y finalmente muriera. Ahora, vive con Irene, su hermana menor Maité (Mayte Sanchez), su abuela (Josefina Díaz) y su tía Paulina (Mónica Randall), que las va educando, pero su intervención es molesta para las tres hermanas. Rosa le cuenta a Ana de lo libidinoso que era su padre.




En una ocasión, cuando su tía se ausenta, las niñas se divierten bailando al ritmo de una balada, danza interrumpida primero por la propia tía, y luego por el timbre. Las niñas se visten y maquillan con los implementos de la tía, escenifican una discusión de su padres, en donde se evidencia lo adúltero del progenitor, Anselmo (Héctor Alterio), peleando con su madre. Paulina los ve, interrumpe y arregla, Ana le dice que Amelia (Mirta Miller), la mujer que vio aquella noche, tenía amoríos con su padre. Poco después, a Ana la asaltan imágenes poderosas del recuerdo de su madre, con terribles ataques de su enfermedad, irreversible, ella no quería morir, pasó momentos de mucho dolor. Sigue teniendo visiones de su madre, tocando el piano, y luego, de ella discutiendo con su padre. Emprende la familia un viaje, casualmente a la finca de Amelia, donde juegan a las escondidas con sus hermanas, y donde presenció el adulterio de su padre con la anfitriona. Pasa algo de tiempo con su abuela, que desea morir, y luego, tras no soportar más a su tía, intenta eliminarla con el contenido de un frasco, supuesto veneno letal, pero su intento es fallido. Termina el viaje, al igual que las vacaciones, la historia finaliza con las niñas yendo a sus clases escolares.




Descomunal y riquísimo filme, ciertamente es una joya la película de Saura. Empezando por la puesta en escena y su estilo en la misma, el director español comienza ya a cimentar decididamente muchas de las que serían sus posteriores aristas perennes en su cine, las mismas que ya habría empezado a manifestar dos años antes en La prima Angélica (1974). Es escuela española pura, desde el comienzo, prolongados planos secuencia nos llevan a explorar la residencia, oscura, silenciosa, lúgubre, tenebrosa incluso, estos planos secuencia, naturalmente, dan mayor consistencia y solidez a la construcción dramática, y le dan un tratamiento más solemne a la narración. Genera el gran Saura imágenes poderosas, contundentes, cuando documenta interiores, como la mencionada casa, su exploración se manifiesta con exquisitez, detallada y silenciosa travesía por todos los rincones de la lóbrega residencia, y cuando lo hace en exteriores, deleita en los espacios abiertos, en la naturaleza, en el cielo, en las estructuras urbanas, y en ambos casos, como solo los genios consiguen hacerlo, genera deleite, nos habla sin palabras, logro remarcable y positivo para el filme. La película de Saura alcanza un nivel soberbio de complejidad, un perspectivismo memorable, esto evidenciado en el hecho del desdoblamiento, Geraldine Chaplin interpreta a ambas féminas, centrales en el relato, a una Ana ya adulta, que aún lucha por entender lo que pasó, mientras nos lo relata, y a la madre, la figura inalcanzable, que se va, que abandona a Ana, y de esta forma, el aporte de la Ana adulta es vital, es el corazón del acercamiento al infante mundo, descubre su corazón y nos acerca con mayor fuerza a la intimidad del mundo infantil de la Ana pequeña, de sí misma.





Naturalmente, la perspectiva infantil es la que impregna y gobierna durante el filme, en ese infantil universo, imperan ese tipo de imágenes a un adulto tan anodinas, como para un niño determinantes y decisivas, rostros, expresiones, situaciones, melancolía y aprendizaje, o, dicho todo en una sola palabra: intimidad. Parece mentira que hayan recuerdos que tengan tanta fuerza… tanta fuerza, frase esgrimida por Ana adulta, y que lo resume todo, y es que el poderío de la historia radica en eso, en el desfile por los recuerdos más íntimos de la narradora, recuerdos que, como ella misma dice, tienen una fuerza increíble. Y en ese sentido, el descomunal Saura materializa una de las secuencias que mejor sintetizan ese norte, la secuencia de las hermanas, en soledad, danzando al ritmo de ¿Por qué te vas?, de Jeanette, canción que la cinta inmortalizaría; la belleza, la inocencia perfecta del mundo infantil, tan perfecta como la secuencia misma, quedan en esos instantes plasmadas, ellas bailando, en un mundo hermético, su universo, memorables instantes, memorable segmento, que será interrumpido primero por la impertinencia de la tía, y luego por el timbre. La familia y la intimidad quedan ahí fusionadas. Esa representación se prolonga siempre con las niñas, que interpretan una discusión de sus progenitores, que escenifican, siempre con lúdica e infante lupa, el terrible drama por el que la madre atravesó, el padre, militar, adúltero y tiránico, que genera la enfermedad y la posterior muerte de la misma. Ojo con la representación del padre, el tirano, una figura tan fuerte como la paterna, es aborrecida por la niña, lo detesta, lo considera culpable de todo su sufrimiento, y la Ana adulta, ya madura, ya crecida, es quien nos lo afirma; y de esa forma, el militar, símbolo del franquismo, queda delineado de singular forma, indiferente y adúltero infeliz, aborrecido por su hija, fue este uno de los motivos por los que la censura quiso cernir su oscuro dominio sobre el filme, intención que felizmente no se concretaría.





Singularmente, como la narradora lo afirma, la infancia, tantas veces definida como un periodo alegre e inolvidable, fue para ella un interminable periodo de confusión, de miedo, miedo a lo que había en el mundo exterior, y la triste y melancólica música, muchas veces de piano, se fusiona con la tristeza de los rostros y de las situaciones de su infancia. Saura materializa ya algunos de sus posteriores nortes ineludibles, familia, muerte, claustro, recuerdos, infancia, todo amalgamado sublimemente, siempre por la lupa de Ana, niña que llama a su difunta madre con la imaginación, que cree tener poderes sobre la vida y la muerte, con el contenido del frasco, supuesto veneno letal, pero en realidad solo bicarbonato. Así, distintas líneas temporales son fusionadas en un solo relato, diferenciadas con una línea divisoria casi inexistente, es Saura quien se encarga de que el salto temporal, si ciertamente existe, sea tan sutil que es casi imposible de advertir. Dos de los temas capitales de Saura se fusionan, la infancia y la muerte, bizarra combinación, infancia bizarramente ligada a la muerte, una infancia ajena a la infancia, la niña que imagina su suicidio, arrojándose por un edificio, la abuela que responde afirmativamente al preguntársele si desea morir, el padre muerto, la madre, también, y la niña repitiendo constantemente la muerte, en sus juegos y fuera de ellos, o la muerte de su cuy mascota; la muerte pues impregna todo, todo en el filme. Y claro, la niña, una infante, que intenta liquidar a su tía, al margen del resultado de su intento, el cual sería frustrante, la muerte está ahí, silenciosamente se apodera de todo, y ello causa que el filme tenga un halo de densidad, de tenebrosidad, de bizarra oscuridad, no importa que se trate de un relato de una niña creciendo, eso es sólo la cáscara. El tema del claustro también queda plasmado de diversas formas, la casa lóbrega y hermética, es la casa un mundo aparte, un micro universo, un claustro, como el cuy en su jaula, como la piscina vacía donde las hermanas juegan. Saura deja ya muy claro de qué tipo de cineasta se trata, de un artista genial, creador de imágenes deliciosas, mórbidamente deliciosas, de desafantes y ácidos mensajes al régimen totalitarista saliente, y de alguna insinuación de no religiosidad -la madre, a puertas de la muerte, afirma, “no hay nada, me han engañado”-, de una puesta en escena que lo acerca a la altura de dómines como Berlanga, y de un surrealismo sutil, como su filme entero, con esas patas de pollo recurrentemente mostradas, recurrentemente enclaustradas en el refrigerador. El reparto actoral está a la altura del realizador, y si la descendiente de su ilustrísimo padre, Geraldine Chaplin es solvente, queda ineludiblemente relegada por una Ana Torrent tan eficiente como sorprendente, con una edad de una cifra, niña de nueve años, la Torrent deslumbra con sus ojos, oscuros, enormes, penetrantes, poéticos, la actuación de la niña mucho colabora en la solidez hermética del filme. Se configura así una soberbia película de Carlos Saura, que inscribe su nombre entre los mejores cineastas ibéricos.







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