El gigante director español
Carlos Saura dirige una de las cintas que mejor le son conocidas y reconocidas,
filme con el que comienza ya a cimentar las directrices definitivas de su cine,
y con el que materializa además un ácido mensaje contra el saliente franquismo,
motivo por el que el realizador sería considerado junto con otros gigantes que
símil norte adoptaran, como el genial Luis García Berlanga. Como en su momento
hiciese el citado titán, Saura inserta y desliza con tanta sutileza como
poderosa determinación, una corrosiva visión del franquismo, en la figura del
padre de la protagonista del filme, una niña terriblemente afectada por la
muerte de su madre, evento que no logra superar, ella piensa, a su vez, que fue
responsable de la muerte de su padre, a quien aborrecía, y la cinta es un viaje
por sus vivencias, junto a sus dos hermanas, a su tía y a su nodriza, en una
historia surreal, delirante y poderosa. De lo mejor de la producción del gran
ibérico, Saura materializa un ejercicio notable, de mucha fuerza, de poderosas
imágenes y secuencias, un gran filme por el que no equivocadamente críticos
respetables lo colocaran en una selecta terna de cine revolucionario, pero tan
efectivamente disimulado, que termina siendo un exquisito ejercicio de exploración
al mundo infantil, a las falencias de la sociedad española de entonces, y
claro, al modelo de representante militar del saliente dictador español.
Una melancólica y sentimental música nos introduce en un
mundo de fotografías, de recuerdos, de imágenes de infancia y familia. Una
pequeña niña, Ana (Ana Torrent), merodea de noche por su casa, tras
escuchar unos gemidos, ve salir de una recámara a una mujer, la misma de la
cual, instantes luego, encuentra a su padre, fenecido. Tras esto, va a la cocina,
donde su madre (Geraldine Chaplin)
le dice que vuelva a la cama. Luego, su nodriza, Rosa (Florinda Chico), la prepara para el velorio de su
padre, junto a su hermana mayor, Irene (Conchita Pérez). En el velorio, está la mujer que
vio salir de la recámara, y luego tiene ella una ilusión, se alucina a sí misma
lanzándose de un edificio. Luego, una adulta Ana (también la interpreta la
Chaplin), habla a la cámara, todo es un recuerdo de ella, dice que aborreció a
su padre, a quien consideró culpable de que su madre dejara de tocar el piano,
de que enfermara, y finalmente muriera. Ahora, vive con Irene, su hermana menor
Maité (Mayte Sanchez), su abuela (Josefina Díaz) y su tía Paulina (Mónica Randall), que las va educando, pero su
intervención es molesta para las tres hermanas. Rosa le cuenta a Ana de
lo libidinoso que era su padre.
En una ocasión, cuando su tía se ausenta, las niñas se
divierten bailando al ritmo de una balada, danza interrumpida primero
por la propia tía, y luego por el timbre. Las niñas se visten y maquillan con
los implementos de la tía, escenifican una discusión de su padres, en
donde se evidencia lo adúltero del progenitor, Anselmo (Héctor Alterio), peleando con su madre. Paulina
los ve, interrumpe y arregla, Ana le dice que Amelia (Mirta Miller), la mujer que vio aquella noche,
tenía amoríos con su padre. Poco después, a Ana la asaltan imágenes
poderosas del recuerdo de su madre, con terribles ataques de su enfermedad,
irreversible, ella no quería morir, pasó momentos de mucho dolor. Sigue
teniendo visiones de su madre, tocando el piano, y luego, de ella discutiendo
con su padre. Emprende la familia
un viaje, casualmente a la finca de Amelia, donde juegan a las escondidas con
sus hermanas, y donde presenció el adulterio de su padre con la anfitriona.
Pasa algo de tiempo con su abuela, que desea morir, y luego, tras no soportar
más a su tía, intenta eliminarla con el contenido de un frasco, supuesto veneno
letal, pero su intento es fallido. Termina el viaje, al igual que las
vacaciones, la historia finaliza con las niñas yendo a sus clases escolares.
Descomunal y riquísimo filme, ciertamente es una joya la
película de Saura. Empezando por la puesta en escena y su estilo en la misma,
el director español comienza ya a cimentar decididamente muchas de las que
serían sus posteriores aristas perennes en su cine, las mismas que ya habría
empezado a manifestar dos años antes en La prima Angélica (1974). Es escuela española pura, desde el comienzo, prolongados planos
secuencia nos llevan a explorar la residencia, oscura, silenciosa, lúgubre,
tenebrosa incluso, estos planos secuencia, naturalmente, dan mayor consistencia
y solidez a la construcción dramática, y le dan un tratamiento más solemne a la
narración. Genera el gran Saura imágenes poderosas, contundentes, cuando
documenta interiores, como la mencionada casa, su exploración se manifiesta con
exquisitez, detallada y silenciosa travesía por todos los rincones de la
lóbrega residencia, y cuando lo hace en exteriores, deleita en los espacios
abiertos, en la naturaleza, en el cielo, en las estructuras urbanas, y en ambos
casos, como solo los genios consiguen hacerlo, genera deleite, nos habla sin
palabras, logro remarcable y positivo para el filme. La película de Saura
alcanza un nivel soberbio de complejidad, un perspectivismo memorable, esto
evidenciado en el hecho del desdoblamiento, Geraldine Chaplin interpreta a
ambas féminas, centrales en el relato, a una Ana ya adulta, que aún lucha por
entender lo que pasó, mientras nos lo relata, y a la madre, la figura
inalcanzable, que se va, que abandona a Ana, y de esta forma, el aporte de la Ana
adulta es vital, es el corazón del acercamiento al infante mundo, descubre su
corazón y nos acerca con mayor fuerza a la intimidad del mundo infantil de la
Ana pequeña, de sí misma.
Naturalmente, la perspectiva infantil es la que impregna
y gobierna durante el filme, en ese infantil universo, imperan ese tipo de
imágenes a un adulto tan anodinas, como para un niño determinantes y decisivas,
rostros, expresiones, situaciones, melancolía y aprendizaje, o, dicho todo en
una sola palabra: intimidad. Parece
mentira que hayan recuerdos que tengan tanta fuerza… tanta fuerza, frase
esgrimida por Ana adulta, y que lo resume todo, y es que el poderío de la
historia radica en eso, en el desfile por los recuerdos más íntimos de la
narradora, recuerdos que, como ella misma dice, tienen una fuerza increíble. Y
en ese sentido, el descomunal Saura materializa una de las secuencias que mejor
sintetizan ese norte, la secuencia de las hermanas, en soledad, danzando al
ritmo de ¿Por qué te vas?, de Jeanette, canción que la cinta
inmortalizaría; la belleza, la inocencia perfecta del mundo infantil, tan
perfecta como la secuencia misma, quedan en esos instantes plasmadas, ellas
bailando, en un mundo hermético, su universo, memorables instantes, memorable
segmento, que será interrumpido primero por la impertinencia de la tía, y luego
por el timbre. La familia y la intimidad quedan ahí fusionadas. Esa
representación se prolonga siempre con las niñas, que interpretan una discusión
de sus progenitores, que escenifican, siempre con lúdica e infante lupa, el
terrible drama por el que la madre atravesó, el padre, militar, adúltero y
tiránico, que genera la enfermedad y la posterior muerte de la misma. Ojo con
la representación del padre, el tirano, una figura tan fuerte como la paterna,
es aborrecida por la niña, lo detesta, lo considera culpable de todo su
sufrimiento, y la Ana adulta, ya madura, ya crecida, es quien nos lo afirma; y
de esa forma, el militar, símbolo del franquismo, queda delineado de singular
forma, indiferente y adúltero infeliz, aborrecido por su hija, fue este uno de los motivos por los que
la censura quiso cernir su oscuro dominio sobre el filme, intención que
felizmente no se concretaría.
Singularmente, como la narradora lo afirma, la infancia,
tantas veces definida como un periodo alegre e inolvidable, fue para ella un
interminable periodo de confusión, de miedo, miedo a lo que había en el mundo
exterior, y la triste y melancólica música, muchas veces de piano, se fusiona
con la tristeza de los rostros y de las situaciones de su infancia. Saura
materializa ya algunos de sus posteriores nortes ineludibles, familia, muerte,
claustro, recuerdos, infancia, todo amalgamado sublimemente, siempre por la
lupa de Ana, niña que llama a su difunta madre con la imaginación, que cree
tener poderes sobre la vida y la muerte, con el contenido del frasco, supuesto
veneno letal, pero en realidad solo bicarbonato. Así, distintas líneas
temporales son fusionadas en un solo relato, diferenciadas con una línea
divisoria casi inexistente, es Saura quien se encarga de que el salto temporal,
si ciertamente existe, sea tan sutil que es casi imposible de advertir. Dos de
los temas capitales de Saura se fusionan, la infancia y la muerte, bizarra
combinación, infancia bizarramente ligada a la muerte, una infancia ajena a la
infancia, la niña que imagina su suicidio, arrojándose por un edificio, la
abuela que responde afirmativamente al preguntársele si desea morir, el padre
muerto, la madre, también, y la niña repitiendo constantemente la muerte, en
sus juegos y fuera de ellos, o la muerte de su cuy mascota; la muerte pues impregna todo, todo en el filme. Y claro, la niña,
una infante, que intenta liquidar a su tía, al margen del resultado de su
intento, el cual sería frustrante, la muerte está ahí, silenciosamente se apodera de todo, y ello causa que el filme tenga un halo de densidad, de tenebrosidad, de
bizarra oscuridad, no importa que se trate de un relato de una niña creciendo, eso es sólo la cáscara.
El tema del claustro también queda plasmado de diversas formas, la casa lóbrega
y hermética, es la casa un mundo aparte, un micro universo, un claustro, como
el cuy en su jaula, como la piscina vacía donde las hermanas juegan. Saura deja
ya muy claro de qué tipo de cineasta se trata, de un artista genial, creador de
imágenes deliciosas, mórbidamente deliciosas, de desafantes y ácidos mensajes al
régimen totalitarista saliente, y de alguna insinuación de no religiosidad -la
madre, a puertas de la muerte, afirma, “no hay nada, me han engañado”-, de una
puesta en escena que lo acerca a la altura de dómines como Berlanga, y de un
surrealismo sutil, como su filme entero, con esas patas de pollo recurrentemente
mostradas, recurrentemente enclaustradas en el refrigerador. El
reparto actoral está a la altura del realizador, y si la descendiente de su
ilustrísimo padre, Geraldine Chaplin es solvente, queda ineludiblemente
relegada por una Ana Torrent tan eficiente como sorprendente, con una edad de
una cifra, niña de nueve años, la Torrent deslumbra con sus ojos, oscuros,
enormes, penetrantes, poéticos, la actuación de la niña mucho colabora en la
solidez hermética del filme. Se configura así una soberbia película de Carlos Saura, que inscribe su
nombre entre los mejores cineastas ibéricos.
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