viernes, 29 de junio de 2012

Centauros del desierto (1956) – John Ford


John Ford, santo y seña del cine yanqui, de lo mejor del cine estadounidense que este país en sus años dorados produciría, dirige este filme, uno de los cimientos y pilares principales del género por antonomasia de Norteamérica, por supuesto, el western. Colaborando con otro ícono inmortal del western, John Wayne, se configura pues un filme que tiene en sus colaboradores a una de las razones por las que tuviera tan imperecedero éxito, por la que se le considera en el Olimpo, dentro de su género. Es la historia de un viejo veterano de guerra, que, tras participar en la Guerra de Secesión contra los yanquis del norte, regresa a su hogar, a su rancho, donde se encuentra con la sorpresa de que los indios comanches han secuestrado a su querida sobrina, y se emprenderá implacable búsqueda y rescate de la mujer, por parte de Wayne y su sobrino adoptado, de ascendencia en parte india. Uno de los filmes en los que Ford plasma con mayor contundencia y belleza el vasto desierto norteamericano, pocas veces un western fue dotado de semejante fuerza visual, gracias a una buena fotografía, además de un sólido guión, y claro, la colaboración del mito de los cowboys, John Wayne enalteciendo el filme con una de sus mejores interpretaciones; incluso por algunos considerada como la más notable, y acompañado en el reparto por la joven y trágicamente desaparecida Natalie Wood como la sobrina secuestrada.

        


Se ubica la acción en Texas, 1868, se abren las puertas de un rancho al que llega Ethan Edwards (Wayne), siendo bienvenido por su madre y sus sobrinas, además de su hermano, Aaron (Walter Coy). Llega también Martin Pawley (Jeffrey Hunter), sobrino adoptivo a quien salvó cuando éste era niño, pero ahora, de ascendencia mitad india, Ethan lo desprecia. Mima a sus sobrinas, Lucy y Deborah, mientras Aaron está algo escéptico sobre su presencia. Llega también el Reverendo y Capitán Samuel Johnston Clayton (Ward Bond), que informa de ciertos agravios que el rancho ha sufrido, se sospecha que los indios podrían haberlos causado. Mientras la joven Debbie se relaciona con Brad Jorgensen (Harry Carey Jr.), Ethan va a ver qué está sucediendo con Sam, encontrando reses muertas, las reconoce como un mero señuelo, sospecha de indios Kiowas, el rancho corre peligro. Mientras tanto, en la casa, en el crepúsculo, escuchan ruidos los Edwards, entienden que hay una emboscada india, ocultan a las niñas, pero no pueden remediarlo, al regresar Ethan y Sam, las infantes han sido secuestradas por los comanches. Furioso, Ethan emprende la búsqueda y persecución, a la que se suma Sam.




Los indios los acechan y se acercan, un duro enfrentamiento se produce, del que salen airosos los yanquis, aunque un miembro de la expedición es herido. Ante el fracaso de su estrategia, Sam es despedido como líder, Ethan continúa la búsqueda con Martin, pero el recio líder Edwards se separa del grupo, investiga por su cuenta, regresando con los demás con la terrible noticia de que encontró a la menor de las niñas muerta. Un año ha pasado ya de la búsqueda, la comitiva llega al rancho de los Jorgensen, donde encuentran a Laurie (Vera Miles), que desde niña considerábase novia de Martin, a quien atiende muy bien. Ethan exhorta a Martin que cese en la búsqueda, lo abandona dormido, pero el tenaz Martin lo sigue y continúan juntos. Laurie queda sola otra vez, recibe una carta de Martin en la que éste cuenta cómo surcan territorio indio, compran ciertas mercaderías, y hasta, sin querer obtuvo una esposa comanche, a quien llaman Look (Beulah Archuletta). Siguen caminando entre territorio gélido de búfalos, se acercan al rastro del Jefe Cicatriz, es un campamento comanche. Encuentran a Debbie (Wood), que afirma sentirse ahora parte de los indios. Ethan la condena, hasta pretende eliminarla, pero finalmente, se reconcilian, Debbie es rescatada, y Laurie se vuelve a unir con su adorado Martin.





Uno de los mayores westerns que se hayan rodado, dotado de gran fuerza, a la que no se le encentran fisuras durante su metraje. Primeramente -y dejando la mítica secuencia de apertura del filme para después-, desde el inicial segundo del filme se siente una pasmosa solemnidad en el tratamiento de las acciones, en la que la llegada de Etahn, el veterano de guerra, es retratada de una forma casi ritualista, casi ceremonial su arribo, o mejor dicho, regreso, y esto es potenciado en buena medida por la solemne y atmosférica música de Max Steiner. Esa banda sonora es una de las claves del filme, ambientando y generando esa atmósfera densa y ceremoniosa, es decisivo su aporte, dotando de solemne lirismo a buena parte del filme. Ford tiene a dos auténticos titanes colaborando con él en este inolvidable filme, por una parte, el mencionado Steiner en la música, además de la descomunal y portentosa fotografía de Winton C. Hoch, bellas las imágenes que se producen encuadres naturales, sencillez, cercanía, ciertamente extrae petróleo de las posibilidades cromáticas del extenso desierto yanqui, esas capacidades cromáticas que parecieran nunca antes haber existido, por la forma descomunal en que se plasman. Apabullantes imágenes del cielo, azul y despejado, con los copos de nieve, las nubes como dioses supervisándolo todo, coronando a las imponentes y titánicas mesetas y montañas, una fuerza visual tan inusitada como agradable en un western, y esto, sumado a la genial banda sonora, genera un paquete audiovisual agradable, ciertamente notable, situando al filme en otro apartado, alcanzando el presente  western, gracias a estos recursos, expresiva y narrativamente, otro nivel. Pocas veces una cowboyada alcanzó esa riqueza formal, riqueza en sus formas, poderosa la fotografía, resaltando el tratamiento de la espectacular secuencia del siniestro crepúsculo previo al ataque indio al rancho, todo bañado en trágico rojo anaranjado, tensa y densa situación en la que se advierte el mal agüero, que algo trágico está por suceder, como efectivamente, sucede.










Habiéndose halagado ya el trabajo audiovisual, se procede a remarcar la fuerza que también emana de los caracteres, de los personajes, encarnando Wayne a una de sus más memorables personajes, Ethan Edwards es un hombre amargado, incluso un renegado, un solitario perdedor, que hincó la rodilla en la Guerra de Secesión ante los yanquis del norte, se refuerza en él la imagen del cowboy que anda solitario, condenado a vivir en soledad, sin que nada le importe -como la memorable imagen del recordado Shane-, y Wayne presta una de sus mejores interpretaciones. Soberbio encarnando a su probablemente más racista personaje, pero es complejo el individuo, aborrece a su propio sobrino adoptivo, a quien salvó siendo niño, por tener sangre india en sus venas, y llegará hasta a querer liquidar a su querida sobrina por declararse del lado de los comanches, aunque esto sea rectificado posteriormente, es como si Ethan nunca acabara de encajar en ningún lado, y es por su odio, odio que parece no conocer receptáculo especifico, sino es contra todos. Pese a eso, es un aborrecedor inteligente, conoce al objeto de su odio, sus rituales, sus costumbres, hasta su idioma, no es cualquier bruto gritoneando, es un ser complejo, y Wayne está excelente, ofreciendo, en su mejor expresión, sus mejores cualidades, recio, duro, rudo, intratable, que no se casa con nadie, indomable el fiero cowboy por antonomasia. Sin embargo, la rudeza del filme es relativamente edulcorada, la habilidad narrativa de Ford y su guionista, Frank S. Nugent, se manifiesta, con tibios momentos humorísticos, algunos más benignos que otros, además de la espera de Laurie, la sufrida y sacrificada que aguarda sin fin a su amado, que incluso tiene singular unión impensada con una india comanche. Y claro, finalmente Ethan perdona a Debbie, era impensable que la eliminara, lo hubiera vuelto abyecto, ruin y despreciable, finalmente se humaniza poderosamente su figura, al perdonar a su propia sangre, rescatarla y volver todos a casa, se rompe su impenetrable hermetismo, finalmente se manifiestan sus sentimientos, su querer, el final feliz era ineludible, como en todo buen western yanqui. Y para cerrar el filme, una secuencia que se ha vuelto hito y referencial piedra angular en secuencias de apertura, el mítico segmento, tras haberse mostrado los créditos, de la cámara saliendo por la puerta, saliendo del rancho, literalmente empezamos la acción dentro del rancho Edwards, involucrando e introduciendo Ford al espectador en la acción, fusionando la realidad con la historia, generando una nueva óptica apreciativa, la misma con la que se nos cierra la acción; nuevamente nos introducimos en el rancho, pues todo ya ha sucedido, colofón perfecto, como lo fue el prólogo. Uno de los mejores westerns de Ford, y, por ende, del cine norteamericano, referencia del cine yanqui, muestra de la genialidad que pueden producir múltiples titanes del cine colaborando y siendo arménicamente orquestados.









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