El gigante ibérico Berlanga, de privilegiado lugar entre los
cineastas españoles, y del mundo entero, es el encargado de dirigir esta cinta,
considerada por muchos críticos como la mejor película jamás rodada en
territorio español. Berlanga materializa uno de los más brillantes ejercicios
de su cine impregnado de profunda repugnancia, desprecio y mordaz crítica a la
sociedad que era producto del franquismo que tantos problemas le trajo, pues
la cinta tendría que superar innumerables e indecibles obstáculos impuestos por
el dictador. Es la historia de un verdugo, cuya hija se relaciona con el
enterrador del pueblo, trabajador de una funeraria que se enamorará de la
fémina, casándose y procreando descendencia, pero generándose una verdadera
disyuntiva y dilema para el joven yerno, que, por obligaciones e ineptitudes
burocráticas que bordan lo absurdo, para no perder el piso donde viven él y su
creciente familia, deberá seguir con la senda fatal de su suegro, y convertirse
en el nuevo verdugo, oficio bizarro que tratará hasta el final de evitar, pero
que terminará desempeñando a la fuerza. La sociedad consume y absorbe al
individuo, uno de los temas predilectos en esta etapa del realizador, y esta es una de las
mejores cintas que haya realizado el director, con una plana actoral de primerísimo
nivel, a la altura de una cinta mítica, con Nino Manfredi como el enterrador, Emma Penella como su mujer, y el descomunal José Isbert como el verdugo, todos solventes, que
realizan una película de cinco estrellas.
En la España de inicios de los
60, a una funeraria llega un cadáver, en su ataúd, lo carga José Luis Rodríguez, y
poco después, aparece el verdugo, Amadeo, que firma los papeles del caso, y al
retirarse, recibe un aventón en la camioneta funeraria, charla con José Luis y
otro trabajador. Olvida el verdugo su maletín en la camioneta, y José Luis se
lo lleva hasta su casa, conociendo a su hija Carmen. Toman café, los tres,
hablan de la pena de muerte, Amadeo protestante sobre ella, y el enterrador se
muestra escéptico. Vuelve José Luis al cuchitril donde vive, un cuartucho
donde entran apretados con su hermano y su cuñada, hasta donde lo va a buscar
Amadeo, lo invita a un picnic, donde pasa tiempo con Carmen, se van enamorando,
con el pasar de los días la va cortejando, y no demoran en consumar el idilio.
Entonces, estando ambos en la casa de ella, llega Amadeo, contento por haber
conseguido un piso, un cuarto donde vivir con Carmen, y ella al revelarle su
nueva relación, saca de quicio a su padre, a quien José Luis le promete que se
casará con Carmen, solo para mitigar su furia. Pero, impensadamente,
efectivamente se realiza una boda, pues Carmen quedó embarazada, y se casan,
pese a las trabas de que los testigos no querían firmar las actas por temores
burocráticos.
Ya casados, ambos van con Amadeo
a revisar el piso, pero se dan con la sorpresa de que el lugar ha sido
designado para otra familia, y, otra vez, por trabas burocráticas, no lo
obtendrán al estar casada Carmen, por lo que deberán mentir y probar su
soltería. Al intentarlo, ven que no tiene caso seguir mintiendo, y que la única forma de mantener el piso designado al verdugo, es que su yerno
perpetúe el oficio, por lo que José Luis deberá seguir la tradición. A regañadientes, es llevado a iniciar los trámites de su nuevo oficio; en las calles, el pobre José Luis
arbitra discusiones, y hasta pone su dinero para solucionar rencillas, temeroso
de que alguien sea condenado, y se convierta en su primer trabajo. Pasa el
tiempo, el bebé ha nacido, se mudan los cuatro al nuevo piso, y entonces, se
notifica a José Luis, el primer trabajo ha llegado, y él, aterrorizado, quiere
dimitir. Encuentran que la victima ha enfermado, deben esperar su mejoría. José Luis
es solicitado, debe ejecutar, el novato está aterrorizado, anhela indulto a la
victima que nunca llega, y ahora sí, a rastras es llevado, y cumple su oficio.
Al volver, afirma que nunca volverá a hacerlo. Amadeo dice que lo mismo dijo
él en su momento.
El sensacional realizador español
termina de esta forma una deliciosa y exquisita comedia, del más negro humor,
de la más ácida y mordaz crítica, la crítica más efectiva de todas, la que se
desliza delicada pero determinadamente a través del refinado humor. La forma en
que Berlanga materializa su crítica contra el totalitarismo franquista se basa
en el retrato de la sociedad que es producto de este régimen, blanco de toda la
artillería pesada del realizador. Selecciona para esto un ser bizarro, el más
bizarro personaje, el mensajero de la muerte, el encargado de finiquitar
existencias, el que lleva a cabo la labor que nadie más quiere hacer, el
verdugo. Este verdugo es una singular imagen, ajeno a lo que pudiese uno imaginar, resulta ser un frágil y gastado anciano,
alguien que, como dicen quienes apenas lo ven, es un personaje con quien si se
encuentra uno en el mercado o la calle, no se imaginaría a lo que se dedica. Es
un ser que despierta agridulces reacciones, unos se muestran intrigados por su persona,
otros, por el contrario, se espantan y le repudian, como el propio José Luis lo hace al inicio,
pues es el portador de la muerte, el ser indeseable, el amigo del fenecimiento, se
evita hasta tocarlo, y es capaz de arruinar el apetito de quien interactúe
demasiado con él. Es un atípico personaje, el verdugo que reniega de lo
inhumano de la pena de muerte, “la raza
degenera” afirma, desprecia la naturaleza degradante de su oficio, hablando del
garrote, o de la silla eléctrica, o de la guillotina, inútiles esfuerzos
algunos de dignificar la inhumana extinción de la vida, mientras saca de su
maletín los instrumentos de muerte, que llevan sórdidas experiencias; pero
después de todo, concilia todo afirmando que es la pena de muerte, es la ley,
debe aplicarse, y que alguien la tiene
que ejecutar, la resignación y el conocido pesimismo berlanguiano se manifiestan.
Y a su alrededor, los seres que
se relacionan con él, que, por su propia naturaleza de verdugo, están
impregnados de la sordidez del mensajero de la muerte. Empezando por Carmen, la hija del hombre que
ejecuta a los condenados, la mujer que espanta todo atisbo de cortejo, que
ahuyenta a cualquier tibio aspirante a pretendiente al saber la clase de suegro
que tendría, y ella no es ajena a su situación, ella sabe que la vida le está
ganando, que envejece y se acerca a convertirse en una solterona. Por el otro
lado, José Luis, en similar situación, ahuyentando a toda fémina que se puede
interesar en él en cuanto se enteran de su oficio, enterrador, lidiando con
cadáveres para vivir; la afinidad, pues, es inmediata e ineludible, y claro,
ella, que no es tonta, se lo asegura prontamente ni corta ni perezosa, con el
embarazo, le pone el grillete de por vida. Y es aquí donde se produce el punto
de inflexión, donde la situación dilema se materializa, donde la mayor
disyuntiva invade y atormenta al atribulado José Luis: de pronto se ve
enfrascado en ineludible obligación, se ve forzado a ejercer un oficio que
abomina, la sociedad, y todo su peso, lo abruman, absorben y vencen su inútil
resistencia, su individual élan es subordinado a la colectividad de la gigantesca
sociedad, de pronto se ve en la disyuntiva, entre la espada y la pared, si no mata, si no ejecuta, si no ejerce de verdugo, perderá el piso, la morada donde su creciente
familia reside, el más bizarro e impensado de los dilemas se le presenta. Queda
evidenciada también la poderosa y corrosiva crítica al sistema, a la
despreciable e insoportable burocracia y toda su frialdad, cuando el anciano, por
jubilarse, perderá el piso que se le ha designado, y al querer dárselo a su
hija, el piso se pierde pues ella ha contraído nupcias, el piso es para el
verdugo, y si se desea habitarlo, un verdugo debe hacerlo, el único, pues, que
puede hacerlo es el atormentado José Luis. La sociedad misma engendra absurda
situación, la sociedad misma engendra ridícula circunstancia, incontrolable
remolino, incontrolable succionadora que terminará por abrumar y doblegar al
derrotado José Luis, el individuo es devorado y consumido por la sociedad, una
sociedad en la que se pierde el valor de su individualidad.
La infeliz víctima de una sociedad que lo consume y absorbe. |
Singular y bizarra pareja, la hija del verdugo, y el enterrador. |
Ante su disyuntiva, ineludible imposición de la sociedad. |
Berlanga retrata todo esto con la maestría de uno de los
más grandes directores ibéricos, sino el mejor, nos introduce al entorno más
íntimo de esta clase social, a la cercanía más íntima, y en esa intimidad,
apreciamos sus inseguridades, sus supersticiones, sus temores y frivolidades,
sus tics, configura un estupendo bosquejo de la sociedad de su tiempo, el
folklore callejero, el argot de la época, y con su tan cercano enfoque, con esa
aproximación en la que casi nos hace parte de la historia, nos desnuda su más
humano retrato. El éxito en este aspecto se debe en gran parte a un soberbio y
sólido guión, fruto de la colaboración de un magistral Rafael Azcona, mano derecha de Berlanga, y con quien conformaría uno de los más memorables tándems del cine español, es el creador de esos ingeniosos diálogos,
creador de las ridículas e hilarantes situaciones, con las memorables imágenes
de un José Luis que es atrapado por Amadeo, en su propia casa, intimando con su
propia hija, y el infeliz sepulturero, cuando le afirma que es un individuo
noble, de honestas intenciones, ni siquiera es capaz de mantener sus pantalones
puestos mientras pide la mano de su hija. Se trata de patéticos personajes, de
granujas, de canallas, ni siquiera pueden mentir ni convencer de ser honorables
sin que se le caigan los pantalones, poderosa imagen del guión. Estos cómicos
e ingeniosos momentos están dispersos por toda la cinta, cada situación de
humor más negro que la anterior, cómo olvidar a Carmen tratando de adivinar la
talla de cuello de su marido, e, imposibilitada de hacerlo, pregunta a su padre
por la talla, y éste, verdugo experto en la materia, con un somero vistazo
determina la medida: es pues, un negrísimo humor, una negrísima comedia. El
excelente entramado y la construcción narrativa, además de la sólida estructura del guión,
queda plasmado a su vez en la imagen de José Luis, el nuevo verdugo, siendo
llevado a rastras a encontrarse con su nuevo destino, a cumplir con lo
inaplazable, el ejecutor parece el ejecutado, suplicando por el indulto, la
más absurda figura, la figura hija y fruto de la sociedad y el sistema, quedan
materializados, la poderosa ironía del maestro Berlanga está servida.
De más está decir cuántas trabas encontró la cinta en su
momento, siendo demorado su estreno en su propio país de origen, pero, como
suele suceder, el tiempo y la historia se encargarían de poner a la cinta en el
lugar de privilegio que ocupa. Franco evidentemente dificultó esto, atizándole
las conexiones comunistas a Berlanga, o hechos como el que repetidamente José
Luis mencione su deseo de irse a Alemania a aprender sobre motores -inclusive
en un corte editado, estos parlamentos son eliminados-, y es recordada la célebre frase del dictador, de “sé que Berlanga no es comunista, es algo peor… es un mal español”, así es como
se paga desafiar a un dictador totalitarista. Sea como fuere, la cinta logró
salir a flote, con retraso y todo, y se convirtió en el magno clásico que es
hoy en día. Y las actuaciones, por supuesto, de sacarse el sombrero, un
auténtico deleite. Nino Manfredi es muy correcto encarnando a la horrorizada
victima de la sociedad, que inclusive anda por las calles de solucionador de
conflictos, y desembolsa su propio dinero para evitar se materialice su más
impensable oficio, una realidad que no puede evitar se concrete; su actuación
es notable y a la altura de la circunstancia. Emma Penella asimismo jamás
desentona, aire de juventud, de cierta inocencia, pero a la vez de mucho
maquiavelismo, entre ella y su padre atraparon a la víctima, el enterrador,
ellos fabricaron su peor pesadilla. Pero quien se lleva las palmas es el
descomunal José Isbert, un actor a quien los años no hicieron más que
perfeccionar, y lo que resulta más impresionante de este individuo es que no
parece un actor, me permito explicar mis palabras: no me parece ver a un actor realizando
su trabajo, sino, genuinamente a un sencillo y frágil hombre de pueblo, a un
viejo y gastado personaje, a un esclavo del sistema, a un resignado elemento de
ese burocrático sistema, esto es algo invaluable en un actor; llega a tanto su
sencillez, que uno no se imagina a ese frágil anciano con el garrote, el
senecto verdugo con su aguardentosa voz que trae la muerte a su paso, era esto exactamente lo que requería el personaje, y Berlanga acierta al cien por ciento reclutando a quien probablemente sea su más valioso baluarte actoral. Es lo
mejor de la cinta Isbert, se desenvuelve como pez en el agua, la actuación es
lo suyo, y no es un trabajo, es algo que le fluye de las venas, todo un señor,
protagonista de los más hilarantes momentos, de los puntos de inflexión, y
claro, de la bizarra clausura, cuando el nuevo verdugo ha iniciado ya su fatal
espiral, y cuando afirma no volverá a hacerlo, el anciano, cargando a su nieto,
a la nueva sangre, ríe sórdidamente, afirmando lapidariamente, “yo dije lo mismo la primera
vez”, colofón tan sencillo como contundente y exquisito. Cinta de cinco estrellas, auténtico deleite, auténtica gozada, entrañable e inmortal comedia, de lo
mejor de la producción cinematográfica ibérica, cinta emblema de Berlanga.
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