domingo, 13 de mayo de 2012

El cuentero (1955) – Federico Fellini


Una de las primeras cintas del muy probablemente mejor director italiano jamás existido, y uno de los referentes del cine mundial. En su primera etapa, conocidos fueron sus trabajos impregnados de neorrealismo, iniciales trabajos como director, pues como escritor era ya prolífica su producción para entonces. Estando vigentes con vigorosa valía los baluartes neorrealistas, Felliini, apenas un año después de una de sus obras maestras, La Strada (1954), dirige este drama salpimentado con momentos de comedia, en el que retrata el patético mundo de un estafador, un timador, que recibirá su merecido cuando se decida a timar a la gente no indicada. Tres personajes se dedican  a estafar a los más necesitados, a los que menos tienen, valiéndose de artimañas y engaños, les roban sin piedad, todo lo que tienen. Todo marcha con normalidad, hasta que uno de ellos, el líder de la banda, contacta a su hija, a la que no ve en mucho tiempo, reflexionando sobre cómo ella está en problemas económicos, tratará de apoyarla, pero ese intento lo llevará a traicionar a sus propios compinches, que le darán severo escarmiento. Notable ejercicio, buen ejemplar del cine que realizaba el gigante Fellini en sus inicios, en los que ya se van dejando entrever algunas de sus directrices de esta etapa, antes de que explote el genio y su incontenible imaginería. Broderick Crawford encarnará al principal personaje, y la esposa del director, Giulietta Masina, con quien ya había trabajado un año antes en la mencionada cinta de 1954, tiene un rol secundario.

     


Comienza la acción con un personaje, el “barón” Vargas (Giacomo Gabrielli), que se reúne con otros individuos en la carretera, en un auto al que cambian la placa, mientras mudan de ropa. Uno de ellos, Augusto (Crawford), se viste como religioso, y llegan a la casa de una humilde mujer, donde se hace pasar por Monseñor, y le afirma a la dueña que, tras inverosímiles circunstancias, hay un tesoro enterrado en su propiedad. Prosigue su ardid, le dice que el que lo enterró estipuló que el tesoro fuera del dueño de la tierra, pero que necesita cobrar un anticipo en efectivo para causas benéficas. La dueña y su hermana debaten, y consiguen casi todo el cuantioso dinero, se lo dan, y los tres individuos se van. Poco después, “Picasso” (Richard Basehart), que también participó, se ve con su mujer, Iris (Masina), la agasaja con regalos y dinero. Vuelven a trabajar, ambos con Roberto (Franco Fabrizi), se desplazan hasta una humilde zona, se hacen pasar por promotores de viviendas, todos quieren legalizar propiedades de sus humildes viviendas, y los tres sujetos, nuevamente se retiran con el efectivo de los timados. Luego, son transportados por su amigo Rinaldo (Alberto De Amicis), en su elegante auto, a una fina fiesta de año nuevo.




“Picasso” trata infructuosamente de vender sus cuadros, pues pinta, mientras Augusto tiene un nuevo plan. Por su parte, Iris está cansada de los negocios turbios de Bruno, dice que no lo soporta más, y Picasso afirma que cambiará, la ama. Esto hace dudar a Bruno, pero el experimentado Augusto lo tranquiliza, mientras se encuentra con su hija, Patrizia (Lorella De Luca), de quien se había separado hace mucho; salen, ella cuenta que no tiene dinero, lo que amenaza su posibilidad de estudiar, y su padre le dice la ayudará con dinero para que trabaje. Estando ambos en el cine, es Augusto reconocido por un anteriormente timado, que a punto está de ajusticiarlo. Después, Roberto y Bruno se han separado de su socio, por lo que se busca al barón otra vez, y con Riccardo (Riccardo Garrone), el nuevo trío prepara otro golpe de “monseñor”. Llegan hasta una humilde casa, donde la hija es discapacitada, en muletas, que pese a todo, es feliz. Al salir del lugar, Augusto afirma a sus compinches que se compadeció de la inválida, y que le devolvió el dinero del timo, cosa que sus camaradas no creen, y lo golpean y apedrean con ferocidad, quitándole el efectivo. El desafortunado timador es abandonado en un descampado, donde la gente que pasa, no lo escucha pedir auxilio, y se queda ahí.




Breve y contundente cinta del realizador italiano, en el que no desperdicia ni un segundo: desde el inicio, desde la secuencia de apertura, vemos a los tres sujetos en acción, encabezados por Augusto, modifican la placa del auto en que se movilizan, y éste se muda de ropas hasta convertirse en un monseñor. Se trata pues, de timadores, y desde el inicio entendemos eso, vemos a ladinos personajes en acción, meticulosos y duchos, taimados individuos que escogen a las víctimas más precarias, a los más pobres para quitarles el poco dinero que tienen, son ciertamente unos abyectos facinerosos, sus presas son las gentes más humildes. Esa es la historia que nos presenta Felliini, el Fellini que todavía estaba impregnado de marcado neorrealismo -un neorrealismo, empero, no inspirando o que nazca del conflicto global, la Segunda Guerra Mundial, que dejara desolada y en ruinas a la sociedad italiana, económica y socialmente-, retratando la miseria humana, la decadencia y descomposición de unos infelices, pobreza y austeridad, ladrones y timadores, presas de las circunstancias, incapaces de escapar de esa inmundicia, inmundicia que es retratada con ciertos tintes de comicidad, mordaz, por supuesto, en medio de toda la miseria. En este marco es que se presenta a Augusto, el protagonista, timador principal, que estafa sin remordimientos a sus víctimas, los engaña hasta que, sin darse cuenta, ha saturado su mercado, ha timado ya a la gran mayoría de individuos, hasta el punto que en el cine, con su propia hija, es reconocido por uno de los perjudicados, configurándose patética situación, delante de su hija, delante de la que estaba cimentando una imagen decente.




Es la hija quien modifica su existencia, quien lo hace tratar de escapar de esa inmundicia, por la que trata de timar a los propios timadores, una candidez que le costará caro. Es así que tras intentar engañarlos, y tras esconder el dinero en su zapato, es atrapado en su intento de engaño, y ajusticiado, a nombre de todos los agraviados, no pudo completar su intención de ladrón que roba a ladrón…, y es golpeado y apedreado por sus propios compinches, siendo abandonado a un lado de la carretera, donde nadie lo puede escuchar, y donde pasa la noche entera. Fellini retrata con estupenda y correcta crudeza un drama duro, puro, todos rodeados por la omnipresente miseria de un barrio humilde, donde marginales y ruines personajes se desenvuelven, y con una deliciosa y disimulada clave cómica, va retratando también a la sociedad de su tiempo, pero ese humor va dejando lugar al drama, al clímax final. Al final, la desesperanza impera, el abyecto ser, que se humanizó al ver a su hija victimizada, trata de ayudarla, trata de apoyar a alguien que genuinamente quiere, finalmente se alejó de su faceta de timador, pero su intento se queda en eso, pues se choca con la realidad, de que es un ser atrapado en su propia ruindad. Dentro de su narrativa neorrealista, la única secuencia que veo distinguirse nítidamente de las demás, es la de la fiesta de año nuevo, pompa, distinción y algazara, fuegos artificiales y un psicodélico espectáculo, lo más delirante visualmente, todos los integrantes de la fiesta que parecen ser absorbidos y devorados por un desfile frenético de luces y sombras. En el apartado actoral, Broderick Crawford está excelente en su interpretación del timador que se ve conmovido al ver a su propia sangre, a su hija, en aprietos, su grave actitud y registros son apreciables en la cinta; y por su parte, Giulietta Masina demuestra porqué se volvió la musa de Fellini, si bien en un papel secundario, la menuda y hermosa latina es siempre un lujo actoral. Se configura así una cinta del periodo inicial de uno de los mayores titanes del cine, Federico Fellini, aquí director y guionista, colabora ya con el prodigioso Nino Rota, y materializa un delicioso ejercicio cinematográfico, infaltable para quien sepa apreciar a uno de los mejores directores que se haya visto.



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