domingo, 3 de junio de 2012

Calabuch (1956) - Luis García Berlanga


El genial ibérico Berlanga configuraría con Calabuch una de sus cintas del periodo inicial, de las primeras décadas, y ciertamente una de las más singulares de su filmografía, pero que mantiene decididamente las más características aristas del gigante español. Calabuch es una película, como todas las de este periodo de Berlanga, contextualizada en el lapso del despotismo franquista, con toda la pesada censura mutilando ilustres filmes de entonces, y al maestro realizador, por supuesto, tuvo que luchar y vencer esos obstáculos. Es la singular historia de un anciano, respetado y brillante físico, famoso mundialmente, que decide apartarse del mundo cuando sus inventos siempre sean usados con fines bélicos, y se aparta de todo, yendo a parar a la tierra de Calabuch, pueblito imaginario español en el que sus habitantes viven apartados del mundo, pueblo de pescadores donde cada uno hace lo que le gusta, sin mortificar a los demás, y donde, impensadamente, el inventor pasa de ser inicialmente un extraño, a ser el más querido y popular habitante del lugar, congeniando con todos, hasta que inevitablemente sea encontrado y reinsertado al mundo real. Entrañable, agradable historia, en la que Berlanga deja por un momento el realismo y crudeza, la sordidez de otros ejercicios, pero enmarca siempre todo en su ácido sarcasmo, su peculiar pesimismo, es una cinta, con todo, muy Berlanga, y un ejercicio que un buen admirador del titán ibérico sabrá apreciar.

        



Inicia la cinta con un noticioso, que nos informa que el profesor Jorge Serra Hamilton (Edmund Gwenn) famoso y brillante inventor físico, ha desaparecido, es buscado mundialmente. Llega el profesor al pueblo de Calabuch, donde unos individuos realizan una escenificación romana, y donde se le da un paquete para un tal Langosta. Busca al personaje, llega a una escuela, donde pregunta por él, y donde la profesora Eloísa (Valentina Cortese), le dice que es un presidiario. El recluso Langosta (Franco Fabrizi) vive en prisión, donde vive también el carcelero Matías (Juan Calvo). Por preguntar tanto por el Langosta, Jorge termina siendo recluido con él, que es proyectista, y es liberado temporalmente para que proyecte una película en el cine, sale con Jorge, se hacen amigos. Jorge es el proyectista improvisado, y lógicamente arruina la proyección, mientras Langosta intenta huir. Recluidos de nuevo, Jorge, que “vive” con el recluso, recibe de Eloísa la oferta de trabajar en la escuela, un oficio sencillo. Jorge no acepta, tiene otras cosas en mente, y poco después conoce a Don Ramón (José Isbert), encargado del faro. Jorge encaja en el sitio, es bien recibido y tratado, invitado a una boda lugareña en la que hasta toca el órgano, hay celebraciones y fuegos artificiales.




Así vive el inventor, fabricando cohetes especiales, sembrando flores con la maestra Eloísa, jugando billar y dominó, siempre bienvenido, conoce también al sacerdote, Don Félix (Félix Fernández). La autoridad, Matías, sigue furioso con su hija Teresa por su obstinación e incluso intento de fuga con un don nadie, hasta la encarcela para asegurarse no lo haga. Llega un día de fiesta, hay corrida de toros en la paya, y en las celebraciones, ganan un concurso de fuegos artificiales, gracias a un excelente cohete que Jorge inventó. Tras esto, por iniciativa del inventor, van todos a darle una serenata a Eloísa, la gente es feliz. Poco después, a través de los periódicos, los lugareños van sospechando que Jorge es el buscado profesor inventor, pero se deciden por hacer caso omiso, respetar los deseos de Jorge, y no decirle nada de sus sospechas. Pero con Langosta, que es su más cercano amigo, el físico medio acepta ser el buscado. Luego, Don Ramón avista una mañana una flota de barcos, son barcos que buscan al inventor, y todos los lugareños colaboran a armar una defensa contra los buscadores. Pero el abatido inventor finalmente se entrega, aborda un helicóptero, desde el cual se despide del pueblo que tanta paz y alegría le trajo, al igual que sus habitantes.




Película que se distingue dentro de los más conocidos ejercicios de Berlanga, en parte, como se dijo, porque no trata ya bizarros y sórdidos temas, como hiciera en las prodigiosas e inmortales Plácido (1961) y El Verdugo (1963), lógicamente esto se materializa más en el segundo título. Es la presente una película más sana, más ingenua, en la que no faltan los bribones, los pillos, las vivezas, las bromas de los más avivados, pero siempre con una tónica inocente, pues se trata de un lugar inocente, en el que los pobladores, ajenos al resto del mundo, viven su vida sencillamente, viven de la pesca, no se meten con nadie, y así viven de una manera, como podría decirse, todos felices. Ahí se desarrolla la comedia de Berlanga, una comedia en la que apreciamos los momentos más delirantes, ver al incondicional de Berlanga, el entrañable e inolvidable José Isbert, jugando al ajedrez remotamente, una partida por teléfono de ajedrez, con el cura del lugar, y resulta delirante cómo Isbert gana la partida por consejo del inventor, rectificando jugada, cosa que saca de sus casillas al cura, que reclama que no se juegue con libro en mano, mientras blande su texto de estrategias, y busca decididamente a Isbert para reclamarle su rectificación. Son dos sujetos que se nota tienen mucho trabajo que hacer. Mucho del acierto de la comedia, de su deliciosa comedia, reside, por supuesto, en el guión, donde ya colaboraban dos mentes maestras, la del propio realizador, Berlanga, y la de su invaluable aliado, Rafael Azcona, uno de los tándem más conocidos y famosos del cine ibérico, responsables de todas las hilarantes bromas y situaciones que se generan en ese atemporal lugar, en Calabuch.






En ese fantástico lugar, al que se llama Calabuch, aunque ciertamente sea su locación inexacta, se desarrolla la sencilla pero hermosa historia, apacible relato, un brillante investigador, físico inventor, cansado y harto del uso que se da a sus invenciones, fines bélicos, decide escindirse completamente de todo ese aparatoso maquiavelismo. Llega pues al lugar, aparentemente el único sitio del planeta en el que no lo conocen, se concreta pues la naturaleza fantástica del lugar, al que llega inicialmente como un extraño, pero en esa suerte de idílico paraíso, se convierte en el más entrañable y querido habitante, deja de ser un forastero, es adoptado y bienvenido con los brazos abiertos, y el anciano encuentra el sosiego y felicidad que tanto buscaba. Se concreta, primero, la paradoja, si quieres paz, prepárate para la guerra, el profesor es buscado pues es un genio inventor, las naciones necesitan sus inventos, sus armas, paradójicamente, para preservar la paz, eso es lo que dicen, un tema que es universal en toda la historia de la humanidad, y que Berlanga con su maestro pulso nos desliza. En ese paradisíaco lugar, completamente ajeno al maquinismo, en ese mundo aparte, cada uno vive como le gusta, nadie molesta a nadie, y las celebraciones son constantes, la historia de Berlanga es ciertamente bastante más benigna que otros ejercicios, hay un humor mucho más inocuo, alejado del negro humor de El Verdugo, por los tintes mismos del ficticio Calabuch, esto queda patente, y la ternura del anciano afirma que, ese lugar, si no es la felicidad misma, es lo más cercano a ello. Pero algo queda también patente, el pesimismo de Berlanga, cuando la utopía, lógicamente, llegue a su fin, y contemple el anciano desde los cielos el pueblo y sus habitantes, que tan feliz lo hicieron, debe volver a la realidad, esa realidad que no vemos, pero que, sabemos cómo es, es el resto de los filmes de Berlanga, como los citados, cuyos personajes tratan de huir, y claro, no lo conseguirán, este sería el mundo al que quisieran llegar esos infelices, ésta sería la utopía, el lugar ajeno a ese sistema, a esa sociedad, que succionan, que desgastan, que consumen y destruyen. Por eso considero Calabuch como una de las cintas más singulares de Berlanga, aunque él mismo afirma que mucho quisiese corregir de este filme. Con todo, las actuaciones son buenas, Edmund Gwenn como el anciano inventor, y sobre todo Pepe Isbert, aunque en secundaria faceta, siempre un deleite ver a uno de los engreídos de Berlanga. Cinta imperdible, necesaria, parte de la filmografía del muchas veces llamado mejor director de la historia española.








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