El apreciable vasco Victor Erice
nos presenta este filme, considerado por algunos cinéfilos ibéricos, paisanos
suyos, como uno de los filmes más logrados y memorables de la historia del cine
español. Ciertamente se trata de un excelente filme, surreal, rico, hermoso,
visualmente muy logrado, pero que trasciende lo meramente audiovisual para
introducirnos en el inconmensurable mundo de la infancia, la transición por esa
edad, las fantasías y alegrías, lo desconocido, todo a través de la lupa de una
singular niña de siete años. El gran Erice escribe y dirige el filme, que es la
historia de una pequeña niña, Ana, que vive con su hermana Isabel en una casa
donde la atención que reciben es bastante ínfima, en un pueblo donde, un buen
día, se proyecta el filme Frankenstein
de James Whale. El evento marcará profundamente su infante existencia, la idea
del mal, de la muerte, llegan a
su vida, elementos que ella irá definiendo a su manera, mientras su hermana
juega importante rol para ilustrarle tan serios conceptos a una mente que
comienza a descubrir el mundo. Entrañable filme, en el que la jovencísima y
por entonces notable Ana Torrent sigue dejando patente lo bien que puede desempeñarse una
actriz con edad de una cifra si es dirigida competentemente, acompañada por un siempre eficiente Fernando Fernán Gómez, y por Teresa Gimpera, ambos actores que cumplen con nota
como los padres de la niña.
El filme comienza con la frase “érase una vez”, se nos
sitúa en territorio español, la meseta castellana, es 1940, en un colegio
local, se va a proyectar el filme El doctor
Frankenstein (1931), de James Whale, evento que está despertando singular expectación en los
alrededores. La función es presenciada tanto por niños como por adultos, y
momentos después, Teresa (Gimpera), escribe una melancólica carta. Un tren es
abordado, y a casa llega su envejecido esposo, Fernando (Gómez), a una casa donde
se siente una imperante soledad. Luego, la hija de ambos, la pequeña Ana
(Torrent), de siete años, se queda fascinada observando el filme en blanco y
negro, similar situación en la que están todos los que la visionan. En casa,
conversa y discute Ana con su hermana Isabel (Isabel Tellería), inmersas en sus juegos, mientras su
padre, como su madre, siempre tiene actitud lejana y melancólica, como aislado de todo, incluso cuando aparentemente comparten el lecho, ni siquiera se
hablan. Ana acude al colegio, a sus tranquilas clases, donde su maestra les imparte
una lección de anatomía. Después, con su padre e Isabel, los tres van a
recolectar setas.
Los días continúan pasando, Teresa siempre prepara a sus hijas para que asistan al colegio, y las niñas se
entretienen con juegos al rededor de un abandonado pozo. La infante Ana
comienza a desarrollar capacidad y afición por escribir, y un buen día, en su
lúdico mundo, jugando con Isabel, la encuentra aparentemente muerta en casa; desesperada, pide ayuda, no hallando respuesta. Aún entonces están desatendidas,
pero todo es una broma de Isabel, las hermanas continúan según lo habitual,
siempre juntas. En otra oportunidad, Ana pasa tiempo con un individuo, un
desamparado, el cual, una vez en su covacha, se suicida, disparándose. El
padre de Ana tiene que asistir al reconocimiento del cadáver, lo cual Fernando
hace. La familia sigue con su singular normalidad sus actividades, las dos
niñas, y sus padres. En otro día, Ana, confundida, desaparece, se va de casa,
hay preocupación en el hogar, la están buscando. Un religioso habla con Teresa,
le aconseja cómo proceder en la indeseable situación. Pero eventualmente Ana
reaparece, vuelve a casa, donde todo aparentemente vuelve a la normalidad. Así,
la pequeña niña da paseos por el jardín, luego asiste a la Iglesia, donde
realiza oraciones, y donde termina la cinta.
Notable el filme del buen ibérico
Erice, en el que se retrata, con un surrealismo notable, además de bellos y
determinados simbolismos, el infantil
mundo de la protagonista, y sus particulares descubrimientos de conceptos y
fuerzas que a su mundo le son en principio ajenos. Primeramente la poderosa
imagen del mal, el mal que descubre Ana en el mundo, la figura prominente del
monstruo, Frankenstein, cuya figura y presencia rebasan la mera proyección del
filme, pues vemos la imagen de la aberración en carteles y en propagandas -llegando incluso a interactuar con Ana en surreal pasaje del relato-,
impregnando desde el comienzo no solo pues la proyección de la cinta, su imagen
maligna queda ya delineada y repitente. El mal se alimentará de una alarmante e
interminable soledad, un inquebrantable aislamiento, esto plasmado con mayor
fuerza en los padres, que en determinada secuencia surgen como una suerte de
apariciones, que comparten el mismo fotograma, más no el mismo espacio-tiempo,
ambos, recostados largo rato en el lecho, pero sin cruzar una palabra, la mujer
se delinea pues desatendida, sola, aislada. Excelentes y exquisitos planos
secuencia nos introducen en ese ambiente de deprimente soledad, como es el caso
de la secuencia con la finca venida a menos, huellas de pies, siempre sin
palabras, remarcando y reforzando esa omnipresente soledad, ese silencio; se da
asimismo un regodeo en la mundanidad, extensión y aletargamiento, exploración de
todos los detalles de una secuencia. Empero, dentro de esa soledad, y de esa
mundanidad, impregna el realizador un profundo y solemne tono religioso, pues
con esos mismos planos prolongados nos sumerge en pausados ejercicios que
exploran bellos cuadros de las deidades, notables pinturas que cimientan la
presencia religiosa, rezos y la inocencia de la infancia, juntos, y hay mérito
en dejar que esas imágenes hablen.
El escenario donde todo este
triste mosaico tiene lugar es la tenebrosa casa, un hermético claustro, en el
que esa soledad, siempre sin palabras, se funde con el abandono y la
indiferencia perennemente presentes. Ese abandono y soledad se representan,
entre otras cosas, en largos paseos en solitario, donde los personajes son
aislados, en oportunidades por los diferentes planos en los que son
encuadrados. Y la sociedad, que se suma a esa indiferencia, a la enajenación de
la que la niña de siete años es testigo, se manifiesta en el simbolismo de las
abejas, interminable soledad, donde la individualidad se supedita a la
colectividad, la rutina, elementos que terminan por atrapar y sofocar a la
persona, es ese el espíritu de la colmena, y la niña repetidas veces aparece junto a las abejas. Así, Ana va aprendiendo lo que es el mal, atrapada en esa soledad, y
con su hermana como única compañera, quien le miente afirmándole que el
monstruo aberrante es alguien a quien ella controla y puede evocar, además de
ser quien le gasta la broma de hacerse pasar por muerta. Y es que la muerte, además del
mal, son los temas centrales del filme -la infante Ana pregunta también sobre
Frankenstein, porqué de su maldad, porqué tiene que matar, y porqué finalmente
muere-, los ejes sobre los que va aprendiendo la protagonista. Es de notar que Erice va ya cimentando esos temas, los temas mencionados que serán inherentes a su futura obra, su estilo, su directriz artística, la esencia de la misma, va quedando claramente definida para el ojo observador, y esto quedaría plasmado una década después en El Sur (1983), cinta íntimamente hermanada al presente trabajo, estética, y también temáticamete, en una soberbia demostración de que cuando un artista tiene bien definidos sus nortes, en efecto, su obra será coherente y consecuente a esas filiaciones. En otra
memorable secuencia, Ana sale con su hermana y su padre a recolectar setas,
encontrando un ejemplar notable, tan bello como letal, un contacto inadecuado
con la planta puede generar el fenecimiento irremediable, y Ana se queda
maravillada ante tan sosegada y hermosa fuente de muerte ineludible. El éxito del filme
reposa asimismo en la actuación sólida de una novicia Ana Torrent,
ciertamente sorprendente la solvencia y naturalidad con que la niña aborda su
papel, la Torrent hace gala de sus enormes ojos negros, expresivos y vivos,
dando esa impresión de no estar actuando
propiamente, sino desarrollando a un personaje que entiende -de notar el
detalle que cada personaje se llama como su respectivo intérprete, recurso no en vano por Erice empleado-, cualidades
que tres años después el maestro Carlos Saura llevaría al máximo en su
inolvidable Cría cuervos (1976). Erice
configura así un filme notable, denso, fuerte, surreal, y repleto de hermosas y contundentes imágenes,
un excelente ejercicio de cine ibérico.
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