El irreverente, por decirlo de
cierta forma, cineasta británico Peter Greenaway vuelve a remecer a público y
crítica con otra muestra de su desinhibido y sórdido arte, un arte tan sórdido
como bello, tan bizarro como exquisito, seductor y mórbido, pero en esta
ocasión -siendo todos los calificativos anteriores, aplicables en cierta medida
a la producción en general del cineasta- en particular el último adjetivo
utilizado es el que más rebosa. Mórbido, mórbido... es el filme más mórbido de
Greenaway, o el más humano, que hasta el momento haya visto quien escribe, siempre respetando sus
lineamientos, pero presentando en esta ocasión una de las historias más fuertes
que haya puesto en escena, desde la temática misma, hasta las figuras e
hipérboles mostradas. En un más bien atemporal escenario, ambientado en el siglo XVII,
en la ciudad de Macon, se retuerce de dolor una mujer, aparentemente virgen, acaba de dar a
luz a un infante, tomándose el prodigio como señal divina, adorando todos al
infante como si un nuevo mesías hubiese llegado, pero pronta y poco
notoriamente, las personas de Macon traspasarán la línea de la mera pleitesía,
sacando a relucir lo más pútrido y purulento de la naturaleza humana,
pervirtiendo por completo la situación y al infante. Historia repleta de todo
el fastuoso y abrumador despliegue audiovisual del británico, nos sumerge en su
ambientación teatral e imágenes por momento barrocas, pero por momentos, como
se dijo, plagadas de las más sórdidas y mórbidas figuras, en uno de los filmes más
irreverentes, más grotescos por momentos, de Greenaway, que desfila como pocas veces
entre ambos mundos, el mundo bizarro, y un mundo equilibradamente armonioso,
lúgubremente hermoso.
El filme da inicio con una suerte
de ángel decadente, que se columpia y va declamando versos sobre cosechas
precarias, esterilidad, escasez, mientras personajes religiosos, entre otros,
le observan; hablando de enfermedad, tristeza, va avanzado en medio de ellos.
La acción tiene lugar en la ciudad de Macon, donde todos están pendientes de un parto, una
anciana tiene tortuoso alumbramiento de un vástago que finalmente llega al mundo. La
muchedumbre, pueblo y clero, prontamente se cuestionan sobre el verdadero
origen del infante, ambigüedad hay por ser una mujer muy anciana y fea,
aparentemente virgen, quien lo trajo al mundo. Especulan sobre su futuro, sobre
quién lo alimentará, finalmente, al hijo de un milagro, al hijo de una virgen,
le adoran, todos están embriagados de regocijo. El obispo del pueblo (Philip
Stone) es uno de los más pendientes del asunto, a quien se le dice que el
supuesto prodigio acontecido podría beneficiar mucho la imagen de la iglesia,
mientras las adoraciones, ofrendas
y reverencias se suceden, ritualistas y perennes liturgias, y asimismo se elige
a una fémina, (Julia Ormond)
para que cuide al niño santo. La mujer se hace cargo del infante, y no tardan
en formarse largas colas de personas pidiendo milagros puntuales al
bebé, y su improvisada tutora, no con menor rapidez, comienza a pedir elevados
tributos, diezmos o fuertes compromisos a cambio de los favores divinos del
infante.
Vacas, colmenas, y hasta
servicios carnales de una hija de uno de los pobladores, los tributos van
elevándose y saliendo de control. Paralelamente la gente va engendrando
suspicacias, enfocadas esta vez hacia la cuidadora del niño, se cuestiona si es
virgen o no, histéricas situaciones se van generando, se busca comprobar su
supuesta castidad. La mujer va perdiendo la paciencia, habla con el infante, a
quien acusa de ingrato, generando una respuesta que la aterra. El caos no hace más que crecer, las personas siguen utilizando atrozmente al niño, mientras
aparece el hijo del obispo, siempre entre la gente, que
recrimina directamente a la fémina cuidadora. Banquetes y adoraciones van
sucediéndose, mientras ella va siendo alejada del bebé, y va teniendo un
acercamiento al hijo del religioso. Ambos se atraen, intentan consumar su
atracción, pero el coito es frustrado por el bebé, el joven fenece, y, acto
seguido, ella es juzgada comunalmente. Al ser rechazada por el propio bebé, es condenada, los demás se hacen cargo del niño. La gente de la locación va perdiendo
la cordura, la juzgan afuera de Macon, y la mujer, a hurtadillas, llega hasta el niño, y lo liquida. El pueblo enloquece, a vista y paciendo de todos, la mujer
es ultrajada una y otra vez en un lecho, todos hacen turnos, es ultrajada hasta la muerte. El
obispo canta, el niño es despojado de sus ropajes, luego desmembrado,
sus partes adjudicadas, mientras el esperpéntico ángel inicial aparece otra
vez, clausurando el filme.
Estamos, antes que nada, ante un
filme que se siente consecuente al arte del director, íntimamente ligado al
trabajo inmediatamente anterior, la dos años antes estrenada Los Libros de Próspero (1991), y esta
unión se siente particularmente válida y patente en uno de los aspectos más importante de este sublime arte, el cine: la expresividad del cineasta, en su capacidad representativa, en la forma en
que representa la realidad. Sí, nuevamente seremos deleitados con la detallista
y barroca creación de los escenarios de Greenaway, nuevamente su concepción
teatral se hará patente, latente, seductora. Greenaway otra vez hará que su
cine adquiera esa complejidad infinita, esa riqueza de contenido, esa categoría
de que estamos viendo mucho más que cine, a través de sus encuadres, de la
sucesión de los mismos, y su
composición, por supuesto. Esa composición tan reconocible se plasma en una distribución
de sus elementos, tanto humanos como estrictamente cinematográficos, que los
hace ocupar un lugar determinado, un lugar predeterminado, en cada escena,
generando una simetría y una armonía que terminan siempre por remitir el cine
del británico al teatro, pues en Greenaway, como en otros poquísimos cineastas,
el cine y el teatro van hermanados, fundidos, son corrientes que confluyen y
forman una misma trenza, que nos alcanza, que nos conmueve. No se puede dejar
de mencionar la formación pictórica que también se plasma en cada una de esas imágenes
tan limpias, ordenadas, si bien,
Greenaway guarda para esta ocasión uno de sus mensajes más fuertes, más putrefactos, sí, más humanos, todo
debidamente potenciado por sanguíneas imágenes, generando esa bifaz mezcla de
armónica belleza, con una descomposición pocas veces por el propio Greenaway
exhibida, una podredumbre y descomposición aberrantes, el morbo alcanza el tope
que este cineasta puede alcanzar. Y otra vez, la cámara del cineasta, sumada a
la prodigiosa fotografía del ya asiduo Sacha VIerny -el aporte de éste hace que
el filme sea consecuente y coherente con la filmografía completa, el despliegue
audiovisual es unitario, se advierte uniformidad-, se deslizará con sutileza
exquisita por todos los decorados, la parsimonia de la lente nos permite ir
descubriendo sus magnas locaciones, sus construcciones, reforzando esto el halo
teatral. Los travellings se vuelven el soporte del despliegue escénico y
coreográfico, mayúsculo el arte del director, que vuelve a convertir sus actores
en lo más parecido a una compañía teatral, plena de coreografías, actuando en
conjunto, como una sola unidad expresiva, es increíble la forma en que en
Greenaway, el cine mismo desplaza al humano, el despliegue audiovisual y
escénico opaca y deja en segundo plano muchas veces a los actores y su aporte.
La sordidez del filme nos es
adelantada de adecuada y simbólica forma por el cineasta, tras ver al
esperpento inicial, ese ángel decadente, se nos va informando, sin palabras -al
margen de la suerte de versos que declama este individuo-, de lo que se
avecina, algo divino, pero algo divino y malogrado, arruinado, decadente y
hediondo, lo divino deviene en repulso, y ya hablando de sus
palabras, esterilidad, escasez, enfermedad y tristeza, solo los males se avecinan
para los pecadores humanos, los que lo pervierten todo. Luego, el parto,
tortuosa actividad para la ambigua parturienta, anciana lejana, un conteo
inacabable, que acaba en trece, pone fin a su martirio, mientras religiosos con
sus grandes mitras y demás pobladores observan expectantes el prodigio, una
anciana, supuestamente virgen, y excesivamente enferma y fea, acaba de parir un
niño que todo apunta que sea un santo, que tenga origen divino. Pero estamos en
un filme de Greenaway, en el mundo de Greenaway, repleto de desdén y alegorías
sexuales, desdén hacia unos hombres sexualmente presas de la dejadez,
comentarios y alegorías referentes a su pereza e incapacidad para dar placer se
van repitiendo no pocas veces, un humor mundano, humor bellaco, de personajes
sucios y vulgares, la libídine los hace sus juguetes, y así será hasta el
degenerado final. En este excesivo y retorcido mundo -que, con exquisita
mordacidad, se nos hace entrever que dista menos de lo que quisiéramos de
nuestro propio mundo y realidad-, se desatan peleas y riñas, y, sobre todo, una
doble enajenación se manifiesta, pues por un lado, se habla de mandrágoras,
preocupación y obsesión por la fertilidad, por la impotencia sexual, elixires y afrodisíacos, brebajes, el mundo de las creencias, de lo esotérico, siguiendo
hasta cierto punto la estela del filme anterior y antes ya citado. Y, por otro lado, la otra cara de esta
enajenación, el más fabuloso regalo, el milagroso nacimiento de un niño que la
muchedumbre considera divino, pronto es desvirtuado y descompuesto, utilizado
de acuerdo a los intereses de cada uno, el prodigio se arruina, el humano se
frivoliza, dándose una patética variación de la venta de las indulgencias,
pidiendo la nodriza diezmos inauditos por los favores, los milagros, se
privatizan los divinos favores, la más patética degradación humana se
manifiesta.
Es caricaturesco el retrato, el
patetismo y la enajenación conforman un bicéfalo viaje a la descomposición, son
los nortes que comandan esa putrefacta decadencia, irreversible aberración, la
más absurda arbitrariedad vuelve a tener a los humanos como protagonistas. Una
mujer sin autoridad alguna comienza a aplicar descabellado sistema de
repartición de milagros, todo para demostrar
su magnanimidad, magnanimidad del infante tan artificial como burda, como
vulgar, postiza grandeza que alcanza el clímax de lo absurdo al hacérsele hablar al infante a través de otra
fuente de palabras, que habla y canta, y al mover su pequeño brazo otro
personaje, el absurdo y lo patético de los humanos se multiplica, el ridículo
también, pero no llegamos aún al clímax. Greenaway no se detendrá ahí, ni
mucho menos, el cineasta no ha hecho más que precalentar motores para asestar
el definitivo golpe. La degradación y enajenación, el absurdo alcanzan, ahora
sí, el más mórbido clímax, materializa Greenaway la más purulenta hipérbole, pero
todo en consistente línea narrativa, los humanos se superan a ellos mismos, el
infante prodigioso ha sido liquidado, producto del propio comportamiento de ellos, y
los ruines enajenados se rifan primero las vestiduras, y luego los miembros del
niño, terrible figura la de Greenaway, bizarra carnicería se desata, el pecado
está completo, la histeria, la enajenación, degeneración de la frivolidad, han
invadido lo más profundo de la psiquis humana, incluso los íconos religiosos
caerán, todo lo que esté en contacto con estos oscuros y aberrantes seres
llamados humanos, está condenado a la descomposición, a morbosa podredumbre. A
ese respecto, Greenaway no permite que ni por error se desligue todo esto de
ese otro facto que convierte a la degradación humana mostrada en la suprema
degradación: el plano religioso. No deja de deslizarnos el británico su
iconoclasta espectáculo, las figuras religiosas, lo hace jugando constantemente con la
plástica de las figuras tradicionales, los establos, pesebres, animales de
granja acompañan situaciones importantes, puntuales del filme, así como las constantes
ofrendas. No se trata de una ofensa mayor, de una histeria ordinaria, la
histeria ha vuelto locos a los hombres, su ambición y maquiavelismo los
llevará a cometer una inaudita y aberrante carnicería, y claro, el mismo
personaje que nos advirtió de esta decadente demencia, el igual de decadente
ángel, vuelve a aparecer, nos anuncia ahora que el aberrante desfile de decadencia ha terminado, y el director ya nos deslizó con salvaje sobriedad su personal
boceto del perfil humano en el que hasta sus mayores deidades serán
defenestradas, pues hasta sus mayores deidades, ni siquiera la religión, se
salvará de ese bullente mar de demencia, de enajenación.
El más ácido mensaje deslizado
ha sido ya, el humano prostituirá hasta su esperanza de salvación, su abyección
y ambición sin límites lo harán prostituir esa salvación, se subastan frascos
con orina y aliento del niño, hasta el cuero cabelludo es rebanado en un pasaje
de la terrible hipérbole de Greenaway, este ser, el humano, este ruin y abyecto infeliz, lo pervierte todo.
Interesante es la figura de la nodriza, la mujer que se hace cargo del
niño, inicialmente amorosa cuidadora, será pronto pervertida por sus intereses,
la humana que se afirma virgen finalmente cede a la carnal tentación, cede al
atractivo coito, pero antes de consumarlo, el niño, símbolo de pureza,
interrumpe la cópula, y la viril parte de ese dúo deberá ser eliminada, y la fémina,
castigada por su improperio. No conforme con esto, la mujer, loca de eso, sí,
de enajenación, no sólo buscará al niño, sino que lo eliminará, su locura es la
más aberrante, es mayúscula. El ajusticiamiento final de la mujer traerá
consigo la secuencia final, en la que de una marcha fúnebre, en la que se
incluye al esperpento del inicio, con los cadáveres de los frustrados amantes
escoltando otro cadáver, el de en gran toro, surge una figura que nos dice que la
muerte no es más que una escenificación, con música, es un silencio para otros,
el director también nos da una idea de su propia concepción de la vida, de la
muerte, y del arte, del poder que ésta tiene a través de su capacidad
representativa. Como se ha mencionado ya, el cine de este británico individuo se caracteriza
por su complejidad transmitida y expresiva, el desligue audiovisual se convertirá
en el indiscutible y poderoso meollo de la obra de arte, y esto deja a los
actores en segundo plano, empero, sus aportes deben ser abordados. Julia Ormond
viene a ser la más rescatable, digna y comprometida en su singular papel,
encarna bien sus tormentos, no se inhibe ante las sugestivas secuencias
carnales, cumple con lo que se necesitaba de ella. De los demás, no mucho más,
Ralph Fiennes tiene escasa aparición, su aporte no es providencial, Philip
Stone aporta la sobriedad y solidez necesarios para su secundario papel, el
obispo. Greenaway lo vuelve a hacer, vuelve a presentarnos un filme con la
tónica y despliegue a los que acostumbrados nos tiene, el cine se funde al
teatro y la pintura, el inacabable y omnipresente rojo no falta a la cita de
siempre con el cineasta, un enfermizo y decadente rojo impregnará todo, como no
podía dejar de ser en una cinta de este director, en el que por cierto el
recurso de plano dentro de otro plano, exhibido en la gran Los libros de Próspero (1991), desaparece, para reaparecer en el
siguiente trabajo, The Pillow Book (1996).
Filme, como la obra completa de este artista, provocador, surreal, bizarro,
hermoso, y particularmente mórbido, pero, con todo, un filme que tiene todos los
ingredientes para estar a la altura de su creador, arte cinematográfico
contemporáneo de lo mejor que Gran Bretaña, Gales, tiene para ofrecernos.
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