lunes, 6 de agosto de 2012

Recuerda... (1945) – Alfred Hitchcock


El inolvidable maestro Hitchcock, a mediados de los 40s, se encontraba ya con cierto recorrido y expertiz en la industria cinematográfica hollywoodense, había ya materializado indelebles obras como Rebeca (1940), considerada por algunos como una de sus mayores obras, además de Enviado Especial (1940) o La sombra de una duda (1943). Teniendo ya cierto crédito ganado, el británico cineasta dirige en esta oportunidad un filme singular dentro de su filmografía, peculiar en su concepción y forma, ciertamente una película diferente al clásico ejercicio hitchcockiano. Nos introduce el director en la historia de una atractiva psiquiatra, hermosa y fría mujer de ciencia, que se enamorará del nuevo psiquiatra que reemplaza al saliente doctor de la institución donde labora, pero el individuo en cuestión padece de amnesia, ocultando una oscura historia detrás de sus recuerdos olvidados. El filme será la exploración y lucha de la doctora por recobrar la memoria y la vida de quien ama, apoyándose en las por entonces novedosas teorías y conceptos del psicoanálisis, tema absolutamente inédito dentro de la filmografía de Hitch. Filme diferente y singular, como se dijo, que rompe un poco la formas en que se desencadenan las acciones del filme clásico del inglés, pero que, en el fondo, sabe mantener las estructuras y directrices del maestro del suspense, que además dirige a dos actores referenciales de la industria cinematográfica norteamericana, un por entonces imberbe y novicio Gregory Peck, acompañado por la descomunal y talentosa belleza de Ingrid Bergman, un reparto pues de primer nivel.

        



Tras un texto informando algunos alcances sobre el psicoanálisis, la doctora Constance Petersen, (Bergman), psiquiatra, atiende a Mary Carmichael (Rhonda Fleming), una paciente que tiene violenta respuesta cuando la doctora hace preguntas que la incomodan. Aparece después el doctor Fleurot (John Emery), colega de Constance, que la corteja, le da un beso, y le hace ver la frialdad de su carácter. También aparece el Dr. Murchison (Leo G. Carroll), eminencia dentro de la institución, se retira tras décadas dirigiéndolo, para pesar de ella. El reemplazo de Murchison llega, es el Dr. Edwardes (Peck), joven individuo que poderosa impresión causa en Constance. Comienza Edwardes a tratar pacientes, y toma con Constance paseos por un pequeño bosque, hablando de amor, de la vida, ella se muestra cada vez menos fría, y descuida a un paciente suyo, Fleurot se lo atiza inquisitivamente. Posteriormente, ella se acerca a Edwardes, y fluye ya un beso entre ellos, pero la doctora nota en su colega una extraña aversión a líneas y al color blanco. Luego, durante una operación, Edwardes se pone mal, enferma, y después, afirma que él mató al verdadero Dr. Edwardes, que no recuerda nada más, dejando sorprendida a Constance. Cuando la secretaria del citado doctor tampoco reconoce al sujeto, todos en el hospital comienzan ya a temer al potencial asesino, que, por su parte, se retira de ahí, dejándole una nota a Petersen.





Constance sigue hasta el Empire State a Edwardes, ya buscado por los medios como temido asesino demente, pero su idilio se refuerza. Inicia la doctora el tratamiento a su colega, afirma que los recuerdos de la niñez son claves, y el supuesto Edwardes cree recordar una vivencia ocultando un cadáver. Abordan un tren, siempre evadiendo a las autoridades, con destino a Roma, lugar que parece tener importancia en el pasado del doctor paciente. El Dr. Alexander Brulov (Michael Chekhov), buen amigo de Constance, aparece y le da algunos alcances sobre la vida del real Edwardes, mientas ella sigue con el tratamiento, este doctor no se fía del impostor, deduce el idilio con Constance, y por ella, no lo delata a la policía, pero lo interroga. Se lo somete a un ejercicio de recordar sueños, ve ojos, tijeras, una mujer jugando póker, un hombre sin rostro y temor a esquiar, los doctores conjeturan, y su siguiente parada es un campo para dicha actividad. Ya allí, esquiando, tiene violento recuerdo, accidentalmente mató a su hermano, va recordando ya lo que se buscaba, como su nombre, John Ballantyne. Pero la policía los encuentra, Ballantyne es apresado, y Constance vuelve al hospital, donde Murchison regresa también. Sorpresivamente, el real asesino fue Murchison, liquidó a Edwardes por proteger su trabajo, lo admite y se suicida. Los amantes Constance y Ballantyne se quedan final y felizmente juntos.






Varía Hitchcock el origen de la demencia y el suspense, se escinde de su clásico estilo hasta entonces mostrado en tierras yanquis, varia el cineasta el meollo, la fuente de su suspenso, como se dijo, varía la forma, pero en líneas generales, no varía el fondo. Así, ya no tenemos la muchas veces utilizada conspiración internacional, ni algún eventual complot terrorista como principal motor de todo y que se va desenmarañando, con asesinatos e interminables intrigas de por medio; ahora, una severa patología psicológica es el motor de todo, y el psicoanálisis es el medio para entender los impulsos inconscientes y reprimidos, el abstruso universo de la psique humana, que es el oscuro recipiente, el continente del siniestro origen, su exploración se volverá el cimiento del filme, rozando la cinta una suerte de trabajo ligado a la investigación médica. El suspenso, empero, siempre está ahí, la perenne situación de intriga e incertidumbre, de constante peligro y frenetismo siempre están, ahí, solo varió la fuente. Esto ya es una apuesta para entonces original, poco recurrida, y, arriesgada, pues ciertamente se trata de un tema complejo, vasto, rico, y el realizador la utiliza para terminar de poner en marcha el engranaje de la cinta, sin embargo, algunos facilismos y aproximaciones someras se advierten respecto al tratamiento de la corriente psicológica del notable Sigmund Freud. No se debe esperar del filme una maravilla respecto a esa aproximación al complejo universo del psicoanálisis, pues más que un rico retrato o escudriñamiento del mismo, se lo usa como una herramienta para dar sentido al filme, casi como si se lo acomodara para que todo el engranaje ande. Por mencionar un elemento, se siente como si el aporte de la mencionada corriente se supeditara a que la llamada solución a un problema se limitara a la mera identificación del mismo, es decir que identificar el origen equivale a solucionarlo, lo cual se advierte pues insuficiente, superficial aditamento; pero de nuevo, no se debe juzgar el filme por algo que no persigue, el producto cinematográfico es lo que se debe abordar. Asimismo, y en esa misma línea, contrapone el filme la praxis y el sentimiento, con la pronta exposición del conflicto amor y ciencia, pues la doctora, la fría encarnación de la ciencia y la praxis, se enamora perdidamente de su nuevo colega, la al inicio gélida psiquiatra de pronto está poderosamente enamorada, y el colega interesado en ella, mitad por profesión, mitad por celos, disecciona quirúrgicamente los síntomas de su severa situación.





El psicoanálisis se enfrenta al amor, y es sesgado en parte por éste, la amnesia es el enemigo a vencer, y los estudiosos son aquejados por sus propios objetos de estudio, los doctores, representantes de la ciencia, se ven dominados por los fenómenos que diariamente son su razón de investigación, se recriminan sus locuras, se terminan volviendo los estudiosos en pacientes, cruzan la delgada línea existente entre ambos. En ese sentido, correcto trabajo de Hitch para atraer el interés y mantenerlo en una historia ciertamente singular, novedoso dentro de su cine, Hitch no era ya un novato en estudios yanquis, ya había cosechado una obra imperecedera, y otras de mediano impacto y acogida, conocía lo que quería el paladar norteamericano de entonces, y ofrece un producto decente y apreciable, como siempre. Asimismo, el desempeño técnico del maestro en el filme es a su altura, pronto se materializa el poderoso acompañamiento musical, manifestándose en diferentes situaciones, y potenciando el idilio y gradual enamoramiento entre los psiquiatras, que queda remarcado con la memorable y simbólica  imagen de una larga retahíla de puertas que se abren, pues el romance efectivamente abre muchos caminos y posibilidades para lo que se avecina. Asimismo, y como para no perder la sana costumbre, Hitch nos deleita también con sutiles desligamientos y seguimientos de la cámara, una sobriedad en el manejo del instrumento de trabajo tan positivo como es habitual en el británico. Y claro, el reparto actoral, que es uno de los pilares principales del filme, la piedra angular del trabajo, un Gregory Peck a quien sus días de gloria se avecinaban, iba encontrando ya esa seriedad y solvencia que tanto le caracterizaron durante toda su carrera; y claro, Ingrid Bergman, palabras mayores dentro del cine clásico yanqui, una de las pocas actrices que equilibran con semejante dominio una hermosura desbordante, una etérea imagen y belleza, con un talento sólido, con habilidades representativas solventes, mesurables a esa beldad, Ingrid es un caso singularísimo en ese aspecto, y se tiene al privilegio de verla joven, radiante, actuando sobriamente y conformando una compleja pero sólida dupla con Peck, es un reparto estelar pues notable. Imposible dejar de mencionar la escena del sueño, de cuya realización Salvador Dalí fue directamente responsable, lo que se evidencia por el severo surrealismo, el alucinante universo de lo onírico, empapado de la irreal y densa fuerza de uno de los dómines del tema, un bizarro acierto la inclusión del pintor ibérico por parte de Hitch. Se configura con todos estos elementos uno de los trabajos más conocidos de Hitchcock, un filme que como todo buen trabajo suyo, sabe satisfacer al espectador, engendrar y mantener el interés y suspenso en una historia con un final por demás inesperado, y que se anima a utilizar compleja herramienta para su desarrollo, el psicoanálisis, es ciertamente una rareza, una singularidad la presente cinta dentro de la filmografía del gran titán británico, un filme indispensable para el atento seguidor del maestro del suspense.








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