El inolvidable maestro Hitchcock,
a mediados de los 40s, se encontraba ya con cierto recorrido y expertiz en la
industria cinematográfica hollywoodense, había ya materializado indelebles
obras como Rebeca (1940), considerada
por algunos como una de sus mayores obras, además de Enviado Especial (1940) o La
sombra de una duda (1943). Teniendo ya cierto crédito ganado, el británico
cineasta dirige en esta oportunidad un filme singular dentro de su filmografía,
peculiar en su concepción y forma, ciertamente una película diferente al
clásico ejercicio hitchcockiano. Nos introduce el director en la historia de
una atractiva psiquiatra, hermosa y fría mujer de ciencia, que se enamorará del nuevo psiquiatra que reemplaza al
saliente doctor de la institución donde labora, pero el individuo en cuestión
padece de amnesia, ocultando una oscura historia detrás de sus recuerdos
olvidados. El filme será la exploración y lucha de la doctora por recobrar la
memoria y la vida de quien ama, apoyándose en las por entonces novedosas
teorías y conceptos del psicoanálisis, tema absolutamente inédito dentro de la
filmografía de Hitch. Filme diferente y singular, como se dijo, que rompe un
poco la formas en que se desencadenan las acciones del filme clásico del inglés, pero que, en el
fondo, sabe mantener las estructuras y directrices del maestro del suspense, que
además dirige a dos actores referenciales de la industria cinematográfica
norteamericana, un por entonces imberbe y novicio Gregory Peck, acompañado por
la descomunal y talentosa belleza de Ingrid Bergman, un reparto pues de primer
nivel.
Tras un texto informando algunos
alcances sobre el psicoanálisis, la doctora Constance Petersen, (Bergman), psiquiatra, atiende a Mary
Carmichael (Rhonda Fleming),
una paciente que tiene violenta respuesta cuando la doctora hace preguntas que
la incomodan. Aparece después el doctor Fleurot (John Emery), colega de Constance, que la
corteja, le da un beso, y le hace ver la frialdad de su carácter. También
aparece el Dr. Murchison (Leo G. Carroll), eminencia dentro de la institución,
se retira tras décadas dirigiéndolo, para pesar de ella. El reemplazo de Murchison
llega, es el Dr. Edwardes (Peck), joven individuo que poderosa impresión causa
en Constance. Comienza Edwardes a tratar pacientes, y toma con Constance paseos
por un pequeño bosque, hablando de amor, de la vida, ella se muestra cada vez
menos fría, y descuida a un paciente suyo, Fleurot se lo atiza
inquisitivamente. Posteriormente, ella se acerca a Edwardes, y fluye ya un beso
entre ellos, pero la doctora nota en su colega una extraña aversión a líneas y
al color blanco. Luego, durante una operación, Edwardes se pone mal, enferma, y
después, afirma que él mató al verdadero Dr. Edwardes, que no recuerda nada más, dejando
sorprendida a Constance. Cuando la secretaria del citado doctor tampoco
reconoce al sujeto, todos en el hospital comienzan ya a temer al potencial asesino,
que, por su parte, se retira de ahí, dejándole una nota a Petersen.
Constance sigue hasta el Empire State a Edwardes, ya
buscado por los medios como temido asesino demente, pero su idilio se refuerza.
Inicia la doctora el tratamiento a su colega, afirma que los recuerdos de la
niñez son claves, y el supuesto Edwardes cree recordar una vivencia ocultando un
cadáver. Abordan un tren, siempre evadiendo a las autoridades, con destino a
Roma, lugar que parece tener importancia en el pasado del doctor paciente. El Dr.
Alexander Brulov (Michael Chekhov),
buen amigo de Constance, aparece y le da algunos alcances sobre la vida del
real Edwardes, mientas ella sigue con el tratamiento, este doctor no se fía del
impostor, deduce el idilio con Constance, y por ella, no lo delata a
la policía, pero lo interroga. Se lo somete a un ejercicio de recordar sueños, ve
ojos, tijeras, una mujer jugando póker, un hombre sin rostro y temor a esquiar,
los doctores conjeturan, y su siguiente parada es un campo para dicha
actividad. Ya allí, esquiando, tiene violento recuerdo, accidentalmente mató a
su hermano, va recordando ya lo que se buscaba, como su nombre, John
Ballantyne. Pero la policía los encuentra, Ballantyne es apresado, y Constance
vuelve al hospital, donde Murchison regresa también. Sorpresivamente, el real
asesino fue Murchison, liquidó a Edwardes por proteger su trabajo, lo admite y
se suicida. Los amantes Constance y Ballantyne se quedan final y felizmente
juntos.
Varía Hitchcock el origen de la
demencia y el suspense, se escinde de su clásico estilo hasta entonces mostrado
en tierras yanquis, varia el cineasta el meollo, la fuente de su suspenso, como
se dijo, varía la forma, pero en líneas generales, no varía el fondo. Así, ya
no tenemos la muchas veces utilizada conspiración internacional, ni algún
eventual complot terrorista como principal motor de todo y que se va
desenmarañando, con asesinatos e interminables intrigas de por medio; ahora,
una severa patología psicológica es el motor de todo, y el psicoanálisis es el
medio para entender los impulsos inconscientes y reprimidos, el abstruso
universo de la psique humana, que es el oscuro recipiente, el continente del
siniestro origen, su exploración se volverá el cimiento del filme, rozando la
cinta una suerte de trabajo ligado a la investigación médica. El suspenso,
empero, siempre está ahí, la perenne situación de intriga e incertidumbre, de
constante peligro y frenetismo siempre están, ahí, solo varió la fuente. Esto
ya es una apuesta para entonces original, poco recurrida, y, arriesgada, pues
ciertamente se trata de un tema complejo, vasto, rico, y el realizador la
utiliza para terminar de poner en marcha el engranaje de la cinta, sin embargo,
algunos facilismos y aproximaciones someras se advierten respecto al
tratamiento de la corriente psicológica del notable Sigmund Freud. No se debe
esperar del filme una maravilla respecto a esa aproximación al complejo
universo del psicoanálisis, pues más que un rico retrato o escudriñamiento del
mismo, se lo usa como una herramienta para dar sentido al filme, casi como si
se lo acomodara para que todo el engranaje ande. Por mencionar un elemento, se
siente como si el aporte de la mencionada corriente se supeditara a que la llamada
solución a un problema se limitara a
la mera identificación del mismo, es decir que identificar el origen equivale a
solucionarlo, lo cual se advierte pues insuficiente, superficial aditamento;
pero de nuevo, no se debe juzgar el filme por algo que no persigue, el producto
cinematográfico es lo que se debe abordar. Asimismo, y en esa misma línea,
contrapone el filme la praxis y el sentimiento, con la pronta exposición
del conflicto amor y ciencia, pues la doctora, la fría encarnación de la
ciencia y la praxis, se enamora perdidamente de su nuevo colega, la al inicio
gélida psiquiatra de pronto está poderosamente enamorada, y el colega
interesado en ella, mitad por profesión, mitad por celos, disecciona
quirúrgicamente los síntomas de su severa situación.
El psicoanálisis se enfrenta al
amor, y es sesgado en parte por éste, la amnesia es el enemigo a vencer, y los
estudiosos son aquejados por sus propios objetos de estudio, los doctores,
representantes de la ciencia, se ven dominados por los fenómenos que diariamente
son su razón de investigación, se recriminan sus locuras, se terminan volviendo
los estudiosos en pacientes, cruzan la delgada línea existente entre ambos. En
ese sentido, correcto trabajo de Hitch para atraer el interés y mantenerlo en
una historia ciertamente singular, novedoso dentro de su cine, Hitch no era ya
un novato en estudios yanquis, ya había cosechado una obra imperecedera, y
otras de mediano impacto y acogida, conocía lo que quería el paladar
norteamericano de entonces, y ofrece un producto decente y apreciable, como
siempre. Asimismo, el desempeño técnico del maestro en el filme es a su altura,
pronto se materializa el poderoso acompañamiento musical, manifestándose en
diferentes situaciones, y potenciando el idilio y gradual enamoramiento entre
los psiquiatras, que queda remarcado con la memorable y simbólica imagen de una larga retahíla de puertas que
se abren, pues el romance efectivamente abre muchos caminos y posibilidades
para lo que se avecina. Asimismo, y como para no perder la sana costumbre,
Hitch nos deleita también con sutiles desligamientos y seguimientos de la
cámara, una sobriedad en el manejo del instrumento de trabajo tan positivo como es habitual en
el británico. Y claro, el reparto actoral, que es uno de los pilares
principales del filme, la piedra angular del trabajo, un Gregory Peck a quien
sus días de gloria se avecinaban, iba encontrando ya esa seriedad y solvencia
que tanto le caracterizaron durante toda su carrera; y claro, Ingrid Bergman,
palabras mayores dentro del cine clásico yanqui, una de las pocas actrices que
equilibran con semejante dominio una hermosura desbordante, una etérea imagen y
belleza, con un talento sólido, con habilidades representativas solventes,
mesurables a esa beldad, Ingrid es un caso singularísimo en ese aspecto, y se
tiene al privilegio de verla joven, radiante, actuando sobriamente y
conformando una compleja pero sólida dupla con Peck, es un reparto estelar pues
notable. Imposible dejar de mencionar la escena del sueño, de cuya realización
Salvador Dalí fue directamente responsable, lo que se evidencia por el severo
surrealismo, el alucinante universo de lo onírico, empapado de la irreal y
densa fuerza de uno de los dómines del tema, un bizarro acierto la inclusión
del pintor ibérico por parte de Hitch. Se configura con todos estos elementos
uno de los trabajos más conocidos de Hitchcock, un filme que como todo buen
trabajo suyo, sabe satisfacer al espectador, engendrar y mantener el interés y suspenso en
una historia con un final por demás inesperado, y que se anima a utilizar
compleja herramienta para su desarrollo, el psicoanálisis, es ciertamente una
rareza, una singularidad la presente cinta dentro de la filmografía del gran
titán británico, un filme indispensable para el atento seguidor del maestro del
suspense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario