El descomunal director norteamericano
John Ford, uno de los grandes emblemas del cine de su país, santo y seña del
western, dirige este filme, que sería parte fundamental dentro de su
filmografía, que es especial integrante de su orgullosa trilogía, la trilogía de la
caballería, la misma que conforma junto con la anterior Fort Apache (1948)
y la posterior Río Grande (1950). Es, pues, cine
santo y seña yanqui, el cine por antonomasia del orgullo norteamericano, el
western, blandido por el director que lo representa como nadie, John Ford
dirigiendo a quien asimismo encarna el Oeste como él solo, como nadie más puede, el mítico John Wayne, dupla
explosiva, tándem de ensueño. Es la historia de un envejecido y viudo capitán de
la caballería norteamericana que, a puertas ya de su retiro tras una gloriosa
carrera, se ve inmerso en una nueva y desafiante aventura, cuando una masa, conformada por indios de diversos orígenes, se amalgame, y reciba el
capitán la misión de expulsarlos de territorio estadounidense, y se desate
intenso combate en el oeste yanqui, mientras a su vez cumple la misión de
transportar a la mujer de quien le encomendó el trabajo. La cinta tiene toda la
solidez que puede imprimirle el dómine del género, Ford, la fuerza y presencia
de Wayne, y además está enriquecida con un notable trabajo de fotografía, a
cago de Winton C. Hoch, toda una
memorable cinta.
Tras una imágenes de la caballería
yanqui en el Oeste, se manifiesta que hay tensión y problemas con indios
lugareños, grandes grupos de ellos, de diversas tribus, comanches, apaches,
cheyennes, entre otros, cosa que alerta a la población. En un camino, se halla
una diligencia agraviada, una mujer, Olivia Dandridge (Joanne Dru), discute con
un soldado, y se alerta ya a la caballería. Aparece entonces el capitán Nathan Cutting Brittles
(Wayne), envejecido oficial, que se despide de su difunta mujer en el
cementerio, es el elegido de llevar la batuta en la misión de revisar la situación,
transportará a su vez a la mujer de su superior, que le encomendó la misión. Esta
es Olivia, que lleva un lazo amarillo y que conoce a Brittles y a sus compañeros,
entre los que se encuentra el teniente Flint Cohill (John Agar), que discrepa a
menudo con Olivia, mientras grupos de indios también se movilizan. Avanza el
destacamento de caballería, en medio de búfalos, entre territorios en los que
ya hubo enfrentamientos contra indios, a los que avistan, y con quienes se
produce ya un nuevo enfrentamiento. Cohill es acorralado y perseguido, se libra del peligro, mientras Brittles es herido en combate, pero
el recio capitán se recupera.
En estas circunstancias, los
indios atacan y agravian un rancho y una diligencia, la misión es pues un fracaso.
Se entierran a los esposos muertos en el ataque indio, y, por otro lado, los
tenientes Ross Penell (Harry Carey
Jr.) y Cohill se pelean por Olivia. Posteriormente, los indios atacan otro establecimiento, obtienen armas, los oficiales
de caballería prosiguen su rumbo, se dividen en dos grupos para atacarlos mejor, y cruzan un río para alcanzar su cometido. Los superiores de Brittles,
mientras tanto, tras enterarse del fracaso de la misión, quieren retirarlo de una
vez, y así, tras cuarenta años, recibe sus últimas órdenes, deja el mando el
viejo capitán. Se siguen produciendo severos enfrentamientos, detienen a un
individuo, hay peleas y golpes, los indios siguen agrupándose peligrosamente,
muchas y diversas tribus se juntan, pretenden atacar a los blancos, pero
Brittles, ya sin obligación, hábilmente consigue reunirse con ellos y negociar,
en son de paz, logra apaciguarlos, Olivia también ha sobrevivido. El jefe
indio, viejo patriarca de la comunidad, también desea paz, sin embargo, los
bandos de ambos grupos se siguen movilizando, pero todo ha terminado ya. Brittles
se retira, y recibe un nombramiento por su final éxito, es homenajeado. Vuelve
al cementerio, a ver a su esposa.
Segunda parte de la tan orgullosa
trilogía de la caballería del titán John Wayne, cinta que como ninguna expone y
muestra con singular e inigualable orgullo a los oficiales del ejército de esos
días en el Oeste yanqui, la caballería, los militares que defendían el
territorio entonces. Es así que veremos a las largas hileras de oficiales montados
en los fieles equinos, marchando disciplinadamente, con los estandartes izados,
ellos son el meollo del asunto, el grupo humano militar, el símbolo del poder
bélico yanqui de esa época es mostrado, enaltecido y magnificado con la
imponente música de Richard Hageman. Estas
secuencias son imponentes, imperiales, impactantes. Wayne expone henchido de
orgullo, hinchando el pecho, las figuras patriotas norteamericanas, enriquecidas
a su vez con imágenes de cielos, nubes, y los grandes, infaltables y seductores
espacios abiertos de todo western decente, es un sentido homenaje, como
seguramente nunca nadie más realizó, a esa fuerza militar; se traduce, naturalmente, un orgulloso sentido nacionalista en el filme. A ese respecto,
uno de los innegables y poderosos alicientes del filme, es la correctamente oscarizada
labor en la fotografía de la cinta, a cargo del galardonado con la estatuilla, Winton C. Hoch, que deslumbra
haciendo gala de su dominio expositivo, y así disfrutamos de unas poderosas imágenes, inusuales para un western ordinario.
Se construyen pues de esta forma imponentes
fotografías, mesetas, las extensas llanuras, el vasto cielo, los grandes grupos
de salvajes búfalos, las magníficas panorámicas. Son ricas secuencias que fortalecen al filme como pocas veces un western se vio favorecido, riquísimas las imágenes, expresivas, poéticas, de lo mejor de la película, plasmando excelentemente el Oeste
yanqui, justamente galardonado ese trabajo con el entonces decente Oscar. Se lleva a cabo un pleno aprovechamiento de todo el paisaje, haciendo gala de un dominio del cromatismo que alcanza un lirismo visual, una fuerza poética
exquisita, que no deja de elevar a este western fordiano a un nivel superior al
promedio, que decididamente eleva los bonos del filme. Tan ambiciosa como sorprendente
es esta apuesta de la extinta RKO, que se hiciera conocida e inmortal
mayormente por sus imperecederos ejercicios de film noir, que expone a su vez las orgullosas imágenes de las
hileras de caballería desfilando, propaganda nacionalista, camaradería y patriotismo,
a su vez que presenta una imagen de los indios relativamente decente, comparada
con otros lamentables ejercicios, inclusive con cierta elegancia y distinción,
con los elegantes e imponentes penachos, y sus ataques letales, además de
sostener negociaciones civilizadas sobre acuerdos de paz; es pues una imagen,
al menos, más limpia y decente a la típica figura de salvajes siendo liquidados
a escopetazos de maneras exageradas, donde mágicamente los blancos salen ilesos
del combate. Respecto a las actuaciones, tenemos pues a un John Wayne que es la humana
encarnación de todo lo que representa el western, el Oeste, fuerza, valor, aplomo,
rapidez con el arma, es el héroe cowboy por excelencia, es seria su actuación, enalteciendo,
como de costumbre, todo filme en el que se involucre. Acompañándolo, Joanne
Dru, como la mujer que es en parte causante de todo, la insólita outsider femenina dentro
del sanguinario enfrentamiento de indios contra blancos. Cinta enaltecida por
la música, y, sobre todo, la mencionada y memorable fotografía, todo orquestado
y entramado por el dómine del western John Ford, actuado por John Wayne, son pues colaboraciones de
oro, que construyen una joyita del género, un western para enmarcar.
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