Una de las primeras cintas del muy probablemente mejor
director italiano jamás existido, y uno de los referentes del cine mundial. En
su primera etapa, conocidos fueron sus trabajos impregnados de neorrealismo,
iniciales trabajos como director, pues como escritor era ya prolífica su producción para
entonces. Estando vigentes con vigorosa valía los baluartes neorrealistas,
Felliini, apenas un año después de una de sus obras maestras, La Strada (1954), dirige este drama salpimentado con momentos de comedia, en el que retrata el patético
mundo de un estafador, un timador, que recibirá su merecido cuando se decida a
timar a la gente no indicada. Tres personajes se dedican a estafar a los más necesitados, a los que menos
tienen, valiéndose de artimañas y engaños, les roban sin piedad, todo lo que
tienen. Todo marcha con normalidad, hasta que uno de ellos, el líder de la banda, contacta a su hija,
a la que no ve en mucho tiempo, reflexionando sobre cómo ella está en problemas
económicos, tratará de apoyarla, pero ese intento lo llevará a traicionar a sus
propios compinches, que le darán severo escarmiento. Notable ejercicio, buen
ejemplar del cine que realizaba el gigante Fellini en sus inicios, en los que
ya se van dejando entrever algunas de sus directrices de esta etapa, antes de
que explote el genio y su incontenible imaginería. Broderick Crawford encarnará al principal personaje, y la esposa del director, Giulietta Masina, con quien ya había trabajado un año antes
en la mencionada cinta de 1954, tiene un rol secundario.
Comienza la acción con un personaje, el “barón” Vargas (Giacomo Gabrielli), que se reúne con otros individuos
en la carretera, en un auto al que cambian la placa, mientras mudan de ropa. Uno de ellos, Augusto (Crawford), se viste como religioso, y llegan
a la casa de una humilde mujer, donde se hace pasar por Monseñor, y le afirma a la dueña que, tras inverosímiles circunstancias, hay un
tesoro enterrado en su propiedad. Prosigue su ardid, le dice que el que lo
enterró estipuló que el tesoro fuera del dueño de la tierra, pero que necesita
cobrar un anticipo en efectivo para causas benéficas. La dueña y su hermana
debaten, y consiguen casi todo el cuantioso dinero, se lo dan, y los tres
individuos se van. Poco después, “Picasso” (Richard Basehart), que también participó, se ve con su
mujer, Iris (Masina), la
agasaja con regalos y dinero. Vuelven a trabajar, ambos
con Roberto (Franco Fabrizi), se desplazan hasta una
humilde zona, se hacen pasar por promotores de viviendas, todos quieren legalizar propiedades de sus humildes viviendas, y los tres sujetos,
nuevamente se retiran con el efectivo de los timados. Luego, son transportados
por su amigo Rinaldo (Alberto De Amicis),
en su elegante auto, a una fina fiesta de año nuevo.
“Picasso” trata infructuosamente de vender sus
cuadros, pues pinta, mientras Augusto tiene un nuevo plan. Por su parte, Iris está cansada de los negocios turbios
de Bruno, dice que no lo soporta más, y Picasso afirma que cambiará, la ama.
Esto hace dudar a Bruno, pero el experimentado Augusto lo tranquiliza, mientras
se encuentra con su hija, Patrizia (Lorella De Luca), de quien se había separado hace
mucho; salen, ella cuenta que no tiene dinero, lo que amenaza su posibilidad de
estudiar, y su padre le dice la ayudará con dinero para que trabaje. Estando
ambos en el cine, es Augusto reconocido por un anteriormente timado, que a
punto está de ajusticiarlo. Después, Roberto y Bruno se han separado de su
socio, por lo que se busca al barón otra vez, y con Riccardo (Riccardo Garrone), el nuevo trío prepara otro golpe
de “monseñor”. Llegan hasta una humilde casa, donde la hija es discapacitada, en muletas, que pese a todo, es feliz. Al salir del lugar, Augusto
afirma a sus compinches que se compadeció de la inválida, y que le devolvió el
dinero del timo, cosa que sus camaradas no creen, y lo golpean y apedrean con
ferocidad, quitándole el efectivo. El desafortunado timador es abandonado en un
descampado, donde la gente que pasa, no lo escucha pedir auxilio, y se queda
ahí.
Breve y contundente cinta del realizador italiano, en el que no
desperdicia ni un segundo: desde el inicio, desde la secuencia de apertura,
vemos a los tres sujetos en acción, encabezados por Augusto, modifican la placa
del auto en que se movilizan, y éste se muda de ropas hasta convertirse en un
monseñor. Se trata pues, de timadores, y desde el inicio entendemos eso, vemos
a ladinos personajes en acción, meticulosos y duchos, taimados individuos que
escogen a las víctimas más precarias, a los más pobres para quitarles el poco
dinero que tienen, son ciertamente unos abyectos facinerosos, sus presas son
las gentes más humildes. Esa es la historia que nos presenta Felliini, el
Fellini que todavía estaba impregnado de marcado neorrealismo -un neorrealismo, empero, no inspirando o que nazca del conflicto global, la Segunda Guerra Mundial, que
dejara desolada y en ruinas a la sociedad italiana, económica y socialmente-, retratando la miseria humana, la decadencia y descomposición de unos
infelices, pobreza y austeridad, ladrones y timadores, presas de las circunstancias,
incapaces de escapar de esa inmundicia, inmundicia que es retratada con ciertos
tintes de comicidad, mordaz, por supuesto, en medio de toda la miseria. En este
marco es que se presenta a Augusto, el protagonista, timador principal, que
estafa sin remordimientos a sus víctimas, los engaña hasta que, sin darse
cuenta, ha saturado su mercado, ha timado ya a la gran mayoría de individuos,
hasta el punto que en el cine, con su propia hija, es reconocido por uno de los
perjudicados, configurándose patética situación, delante de su hija, delante de
la que estaba cimentando una imagen decente.
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