domingo, 5 de agosto de 2012

Rebeca (1940) - Alfred Hitchcock


La primera cinta que el buen Hitchcock rodaría en tierras norteamericanas sería la recordada Rebeca, filme con que muy exitosamente daría inicio a su tan fructífera como memorable andadura cinematográfica en los estudios yanquis. Con tal propósito, Hitchcock adapta a la pantalla grande la segunda obra de las muchas que terminaría llevando al cine de la literata británica Daphne du Maurier, tras la inicial Jamaica Innn de un año atrás. Nos retrata pues el gran Hitch la historia de un acaudalado viudo, que no puede superar la traumática muerte de su mujer, muy amada tanto por él como por la servidumbre, pero esa muerte no priva a la mujer de ejercer poderosa influencia en su lujosa residencia oscura. Todo se complica cuando se casa repentinamente el viudo con una humilde fémina, dama de compañía de otra mujer más acomodada, pero la inevitable y perenne comparación con la finada esposa terminará por derrotarla, sacando a luz morbosos secretos. Previo aún al marcado estilo que desarrollaría en Hollywood, el filme sirve para seguir la estela de suspenso que ya había ido entretejiendo el británico, siempre experto y ducho en generarlo, y explorando en esta oportunidad una variedad de la fuente de dicho suspenso que no se repetiría mucho en el futuro. Para terminar de dar forma al filme recluta Hitch a su paisano, el gran Laurence Olivier, como el viudo atormentado, y a Joan Fontaine, que, sin ser la primera opción, encarna a la atormentada nueva esposa cuya entereza será hecha añicos, y un reparto de primer nivel que incluye a George Sanders y Judith Anderson.

       



Se inicia el filme con una voz femenina en off que rememora su conexión a Manderley, pueblo natal suyo, explora un oscuro bosque y ve una residencia, pero antes de eso, se retrotrae al sur de Francia. En Monte Carlo, un individuo está a punto de arrojarse por un barranco, una joven mujer lo evita, le salva la vida. Luego, en una refinada reunión, coinciden de nuevo, se trata de “Maxim” de Winter (Olivier), acomodado y viudo personaje, y de una atractiva joven, (Fontaine), dama de compañía de la pudiente señora Van Hopper (Florence Bates), que cordialmente invita a Maxim a una copa, pero éste se muestra cortante. Al día siguiente, el individuo consigue almorzar con la muchacha, se van conociendo, ella es artista aficionada y lo retrata, sus encuentros se repiten y ella se enamora; cuando la señora Van Hopper dice que es hora que se vayan, Maxim le dice que se quede y se case con él, lo cual efectivamente hacen. Tras una llamativamente modesta boda, regresan a Manderley, donde la ya nueva señora de Winter conoce el inmenso castillo, a la servidumbre, y la rígida ama de llaves, la señora Danvers (Anderson), estricta mujer que le muestra la casa. La nueva señora se va familiarizando con la inmensa residencia, así como algunos efectos personales de la finada primera esposa, Rebeca. Conoce también a algunas amistades de su esposo, el matrimonio Lacy, el mayor Giles (Nigel Bruce) y Beatrice (Gladys Cooper).






Luego, da ella un paseo por un bosque aledaño, donde llega hasta extraña cabaña, con misterioso individuo adentro. Conoce también a un buen colaborador de Maxim, Frank Crawley (Reginald Denny), que le cuenta más detalles de Rebeca, cómo feneció ahogada en un bote, y lo hermosa que fue. La mujer, siempre comparada con Rebeca, cambia su apariencia, vestir y cabello, pero sus constantes torpezas la van enemistando con la señora Danvers. Cuando Maxim debe partir a Londres por negocios, la nueva señora De Winter conoce a Jack Favell (Sanders), escurridizo vecino. Visita luego la atormentada mujer el ala oeste del castillo, aislado, la pomposa e intacta recámara de Rebeca, y Danvers le narra fascinada cosas de su ex patrona, la atormenta, ella llora. Intenta la joven romper la situación, eliminar documentos de Rebeca, y propone a Maxim, ya de regreso, realizar un elegante baile de disfraces. Ella trata de hacerse cargo de todo, pero su disfraz, elegante vestido propuesto por Danvers, altera a Maxim, y Danvers la sigue atormentando, incluso le exhorta al suicidio. Bizarro descubrimiento en el mar se hace, el cadáver de Rebeca está ahí, y no en el cementerio, severas investigaciones se hacen, con Favell incluido, con quien mantenía adulterio, se sabe quién mató en realidad a Rebeca, Maxim lo confiesa a su esposa, aparente accidente. Tras solucionarse el intrincado, caso, encuentran su castillo en terrible incendio, con el que Danvers destruye todo.





Memorable filme, en el que el estupendo segmento inicial nos adelanta ya la magna obra que presenciaremos, con la enésima muestra de la eficiencia y exquisitez de Hitchcock en el trabajo de cámara, con un soberbio travelling de apertura al filme, la fémina rememorando sus conexiones con Manderley, y la cámara nos introduce en un tétrico y oscuro bosque, nocturno escenario donde aparece el aún más tenebroso castillo de Winter. Emergerá poderosa la figura, tras un travelling prolongado, sobrio, elegante, que no cesa, que varía el ritmo, se detiene, continúa, explora omnipresente la oscuridad, sutil y estimulante recurso narrativo de Hitchcock que tiene su clímax en el descubrimiento del castillo, rico y pleno en contrastes, contraluces, luces y sombras que enaltecen su imponente y alucinante aparición. Prontamente, también se manifiesta la otra importante figura del filme, la víctima, la atormentada mujer que ni siquiera nombre tiene, buen detalle de Hitch, para convertirla en aún más frágil criatura, innombrable literalmente. Aparece la fémina como una sirvienta, insegura, torpe, sumisa, obedeciendo maquinalmente órdenes de de Winter, frágil personaje a quien no tarda en manifestársele la comparación con Rebeca, comparación que desde ya pierde, la mujer que ni nombre tiene, y de incierto pasado. Ella es uno de los meollos del filme, siempre nerviosa, siempre torpe, siempre presa de los tormentos del ama de llaves, sintiéndose indigna de la distinción de señora de Manderley, cautivada y deslumbrada por el relumbrón de esa vida, siempre siente que todo lo que se le otorga es una caridad, ciertamente se comporta más como una criada que como una señora, como se lo hacen ver todos, incluso Maxim.







De ahí se comienza a generar la severa tensión, la constante y perenne comparación va destruyéndola, su terrenalmente ausente predecesora está más presente que nunca estando muerta, poderosa influencia ejerce, fuerte presencia manifiesta, la supera, la abruma, y el inacabable escrutinio la terminará por quebrar. Y quien colabora poderosamente a la demencial situación es la severa ama de llaves, la tétrica y férrea señora Danvers, amenazante e imponente, fría y distante, impermeable a todo es su presencia, ella es la auténtica dueña de casa, pues es el más intenso receptáculo de la finada Rebeca, su favorita, como se va confirmando conforme avanza el filme, a través de ella es que con mayor fuerza se va manifestando la presencia de la difunta señora, ella domina todo, ella alimenta esa presencia. Su poderosa figura es clave en el filme, alcanzado uno de los clímax cuando conduce a la joven al disfraz más impertinente en la fiesta, se muestra más maquiavélica y escalofriante que nunca, exhortando a su frágil victima a que abandone todo, literalmente todo, incluido este mundo. Y claro, ella encarnará el máximo clímax, el desenlace, cuando ya la bizarría y morbosidad gradualmente se incrementen durante el filme, cuando Maxim ya admitió sus sórdidas acciones, liquidó por accidente a Rebeca, la hizo hundirse en el bote, y enterró a otra mujer en la tumba, un año después, todo comienza a salir a la luz. Es entonces que ella materializará la memorable secuencia de inmolarse en el castillo, pues la dignísima figura de su señora ha sido destruida, pulverizada, sus falencias y múltiples defectos salen a la superficie, y ella, uno de los principales receptáculos de la presencia de Rebeca, encontrará intolerable la verdad, su inquebrantable figura también se resquebrajará, colapsa, y su único refugio es acabar con todo, con el recuerdo y con el castillo. Pocas veces en un filme se sintió tan singular situación de una ausente presente, pues aunque ni se vea a la fémina, la influencia y poder que tiene en Manderley es tan flagrante y poderosa como innegable, y he ahí que Hitchcock aprovecha sus poderosos encuadres, para de la soledad, aislamiento y silencio, generar suspenso con esos precisos enfoques y planos que retratan esa perenne soledad, deprimente y siempre tenebrosa ausencia obtiene de esas sombras, de esos vacíos.












El filme descolla, aparte de la sordidez y negras situaciones retratadas, por la severa tensión y suspenso que sabe imprimirle el británico cineasta a su relato, que impregnan el metraje todo, las mencionadas imágenes y solitarios encuadres, sumados a un ritmo frenético que lo escinde y hace superar a la primigenia obra de la también británica du Maurier, apoyado en buena medida por ese eficiente trabajo de cámara, lentos y sensibles travellings se sucederán que siguen a la acción y dan mayor unidad dramática a los sucesos, no cortando nunca la línea de acciones, y dinamizando la narrativa. Y claro, como no muchas otras veces, ese trabajo será llevado al extremo, casi materializando lo intangible, reforzando esa ausente presencia, resaltando la memorable secuencia de la confesión de Maxim, la lente sigue el hipotético movimiento de Rebeca, enfoca el sillón, enfoca su acción de levantarse, de caminar, casi la vemos, pues es poderosa la sugerencia de que está allí, coronándose con bizarra muerte de Rebeca, la cual, por cierto, es uno de los pocos cambios respecto al literario texto, pues en el libro, Maxim efectivamente elimina a Rebeca, no es una muerte indirectamente provocada, como en la cinta… detalles de la producción. Naturalmente, uno de los bastiones y piedras angulares del filme -aparte de la puesta en escena, tratamiento y narrativa, todos impecables aspectos-, es el aporte actoral, el mítico Laurence Olivier dirigido por Hitch en su debut en tierras yanquis, un hecho de por sí ya memorable, y Olivier cumple con toda la solvencia de uno de los mayores talentos ingleses, uno de los mayores cineastas de la últimas décadas, su encarnación es correcta, abstraído, distante, atormentado personaje que bizarros secretos guarda, impregna al filme de su elegancia y suficiencia en la actuación. Acompañándolo, Joan Fontaine, de quien se dice casi no trabaja en la película, su papel, la nueva esposa, estuvo casi en manos de Vivien Leigh, entonces la pareja en la vida real de Olivier, pero finalmente recayó en ella; vale mencionar además que Hitchcock, con su mítica faceta de tirano con sus actores, atormentó, junto a todo el estudio por él aleccionado, a Fontaine, para colaborar a su fragilidad y endeble figura en la cinta. Como reparto secundario, la brillante Judith Anderson está en uno de los mejores papeles de su carrera, vital dentro del filme, su rectitud y seriedad son una de las mayores fortalezas del filme, cuya terna actoral principal completa un George Sanders tan decente y apreciable como de costumbre, no sería el último de sus trabajos con Hitch, y felizmente que no, pues es de esos actores cuya inclusión y elegante presencia terminan de apuntalar y dar solidez a un buen reparto. Culmina así el primer filme en Hollywood de Hitch, otra vez trabajando un texto de su paisana du Maurier, escritora que lo despidió de Inglaterra y le dio la bienvenida a los Estados Unidos con su material. Hitch cruzaba ya el Océano Atlántico, cambiaba de continente para seguir haciendo historia, y es este uno de sus filmes que sencillamente es sacrilegio llamarse un decente admirador del gran cineasta inglés y no haber visionado.












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