viernes, 10 de agosto de 2012

El cielo sobre Berlín (1987) - Wim Wenders


Wim Wenders es uno de los directores germanos contemporáneos que con mayor decencia y brillantez llevan la rica y orgullosa herencia de su tierra, que vio consagrarse a inmortales titanes de la talla de los míticos Murnau o Lang, posteriormente viendo a Herzog. Dirige en esta oportunidad Wenders uno de sus filmes bandera, además de uno de sus más hermosos y seductores trabajos, ciertamente un trabajo mayúsculo, que combina al cine, como muy pocas otras cintas, disciplinas como la poesía y la filosofía, alcanzado complejos niveles que la vuelven muy rica. Es la inmortal historia de seres celestiales, ángeles que observan desde el muro de Berlín las tierras alemanas, siendo silenciosos testigos de los humanos, de sus acciones, de sus preocupaciones, y oyendo sus pensamientos. Las ideas de la mundanidad y lo humano seducen a uno de los ángeles, pero no tanto como una bella fémina, una trapecista de un circo, que se volverá su razón definitiva de descender a la tierra y volverse humano. Todo un clásico, toda una belleza de filme, dotada de un poder audiovisual como pocas veces se ve, el filme profundiza en la compleja historia narrada, pero también nos deleita con un lenguaje audiovisual inolvidable, poético y profundo, en una película que invita a mucha reflexión, a meditar sobre temas intangibles, es el filme todo un desafío, una obra inmortal, de lo mejor de este estupendo director alemán.

      



Tras un inicio con versos declamando infancia y las preguntas sencillas y a la vez complejas propias de esa edad, se nos muestra ya la acción, un avión surca cielos berlineses. En él, van los pasajeros y tripulantes, pero además dos ángeles, Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), que escuchan los pensamientos de los humanos, con la facilidad con que se escucha la radio. Poco después, prosigue Damiel su monótona actividad, se pasea por las calles y casas de la capital germana, escucha lo que piensan las personas, mientras prosiguen también las cuestiones y preguntas existenciales, el mal, el espacio, el tiempo, la muerte, la identidad, entre otras. Posteriormente, los ángeles amigos se encuentran, intercambian la amplia diversidad de experiencias y anécdotas vividas en sus contactos con los humanos, y Damiel manifiesta la ineludible atracción que siente por la mundanidad de éstos, de sentir la imprevisibilidad, la mortalidad, la trivialidad de la emoción, lo ajeno a la perfección de su celestial condición, y Cassiel le transmite cierta empatía. Pese a sus anhelos e inquietudes, sigue con su rutina, en otra oportunidad por una biblioteca siempre oyendo a los humanos, igual que Cassiel, su rutina parece imperturbable, hasta que un día, llega a un circo.





En ese circo, está la hermosa trapecista Marion (Solveig Dommartin), queda embelesado con su acto y su belleza, oye sus pensamientos, se avecina su partida del circo, son sus últimas funciones, y Damiel escucha sus meditaciones, su deseo y necesidad de amor, su temor, su inseguridad. Después de eso, su rutina vuelve a la misma monotonía. Luego, se acerca al anciano Homer (Curt Bois), escucha también sus profundas meditaciones y pensamientos, caminando a lo largo del muro de Berlín, cansado de todo, desilusionado de todo. Cassiel, por su parte, llega hasta un rodaje fílmico, se está rodando una cinta, en la que la principal atracción es Peter Falk, el famoso inspector Colombo. Regresa luego Damiel al circo, vuelve a ver a Marion, se embelesa con su donosura. Sorpresivamente, Falk advierte y siente la presencia celestial de Damiel, que se le presenta, conversan, le cuenta el actor de su pasado también como ángel, y cómo decidió descender y volverse humano. Además del circo, sigue a Marion hasta conciertos, oscuras veladas musicales, y no duda más, se torna humano también. Finalmente, en el comedor de un elegante hotel se junta con Marion, su amor es correspondido, quédanse juntos los amantes, se besan, se complementa, y él la ve practicar sus malabares y números.





El filme nos impregna de sus dos principales vertientes desde el comienzo, nos bombardea con su incansable y profundo contenido, poesía y filosofía juntas, los versos del inicio nos introducen en ese denso mundo, explorando la condición del infante, en la que estos son poseedores de una libertad que nunca en la vida volverán a tener. Solo en la niñez se tiene la libertad de expresarse tal como se quiere, de decir la verdad sin tapujos, de expresarse sin el menor adorno u ornamento impartido por los adultos absorbidos por la realidad, solo entonces se puede expresar aún sin usar las palabras, esos arbitrarios elementos, heredados de su entorno, que intentan empaquetar elementos intangibles. Desde el comienzo el estupendo Wenders nos deleita con su poderosísimo trabajo audiovisual, desde el comienzo nos hace partícipes de la experiencia metafísica, su descomunal lirismo abruma positivamente, y con la exquisita y etérea música de Jürgen Knieper, con el hermoso cello, con los omnipresentes travellings, se enmarcan las infantiles preguntas, tan sencillas como infinitamente complejas. Es pues pasmoso cómo la primera secuencia nos invita y desafía y, en la sencillez del infantil mundo, nos presenta la profundidad, y es excelente ese aspecto, pues solo en la infancia, en la etapa de desnudez mental, de calidad de ajeno aún al terrenal mundo humano y su podredumbre, se pueden alcanzar raciocinios y preguntas al adulto anodinas, pero en el fondo complejas y ricas por reflexionar. Comenzando siempre con el hermoso verso de cuando el niño era niño, se procede a presentarnos las preguntas muchas veces repetidas, ¿porqué yo soy yo, y no tú?, ¿porqué estoy aquí y no allá?, además de interrogantes sobre la vida, la muerte, la identidad, interrogantes pues que no solo deleitan, sino que desafían poderosamente al espectador, lo obligan a involucrarse, y dotan el filme todo de un halo ciertamente sobrenatural, metafísico, profundo e inconmensurable, lo sume en el plano de la filosofía y la poesía, estupenda combinación.







En el aspecto audiovisual, constantes travellings aéreos, parsimoniosos y prolongados, exploran desde ángulos imposibles todo el escenario germano, el muro mismo, y esos aéreos travellings dotan al filme, literalmente, de un etéreo enfoque, de una celestial aproximación. Esa celestial aproximación, a su vez, tiene contrapunto en ese muro, el Muro de Berlín, mostrado siempre cortante, siempre terminando una secuencia, marcando el contorno, delineando los límites, es insertado este elemento en momentos específicos y significativos, aparece cuando el anciano Homer hace sus exhaustas  reflexiones, aparece cuando los ángeles hacen el recuento histórico de los momentos que fueron punto de inflexión en la historia de la humanidad, y, cómo no, cuando Damiel cae al mundo terreno, es su paleta de colores, hermosamente simbólico que el ángel descubra el color -símbolo en el filme de la vida humana-, a través del muro, preguntándoselo a un mendigo; el muro, pues, es una suerte de presencia omnipresente, mucho de lo humano está en él contenido. Siguiendo con el sobrecogedor lenguaje, alcanza Wenders un lirismo visual verdaderamente pocas veces esgrimido, poesía visual y auditiva, escíndese completamente de cualquier trama, es un lenguaje audiovisual aparte, exquisito y sobrenatural, superior a lo tangible, a lo mundano, a lo humano. Así, se materializan dos vertientes perfectamente diferenciadas, la narrativa, si bien ésta queda supeditada a la segunda, la descomunal audiovisual, ambas se amalgaman, si bien la segunda podría tranquilamente configurar una obra completa por separado. Esta segunda vertiente, la desafiante, hermosa y sobrenatural, se plasma poderosamente con sus versos, y es que la mayor parte del tiempo -o al menos, en los pasajes más metafísicos- se prescinde de diálogos, en su lugar se recurren a las declamaciones, las declamaciones de esos versos tan bellos y sencillos como profundos y complejos, otra vez, se advierte como si estuvieran dos historias fluyendo, la del ángel que pierde la cabeza por la mundanidad y por su amada, y otra historia, la de la filosofía que nos habla, que nos reta a reflexionar sobre los celestiales camaradas que ansían conocer el mundo terrenal, y uno de ellos se convierte, literalmente, en un ángel caído, otro simbolismo por Wenders deslizado.











Se plantea así una demencial situación, los eternos seres se lamentan, y casi reniegan de su calidad de eternos, su eternidad inevitablemente deviene en aburrimiento, en monotonía que los lleva al sopor, están cansados de saberlo todo, de saber lo que pasará, ansían la imprevisibilidad, los eternos guardianes ansían la mortalidad, lo mundano del mundo terreno, anhelan las sorpresas, anhelan el error, anhelan la imperfección, anhelan mezclarse y fundirse con ella, pues incluso se lamentan de que, cuando intentaron ser parte de lo humano, simplemente fue un fingir, fue un pretender ser parte de ello, pues en todo momento son outsiders de ese mundo hermético, de ese mundo colorido y carnal. A ese respecto, el genial alemán dota al filme del simbolismo tan hermoso como excelente del mundo de los ángeles plasmado en blanco y negro, formidable manera de representarlo, bajo este especifico contexto, como insípido, insípido en su perfección y falta de novedad, en su eterna monotonía, completamente contrapuesto al mundo humano, a colores, repleto de pasión y sentimientos, de sorpresas, o simplemente, de falibilidad, de error. Y claro, como no podía ser de otra forma, quien primero rompe ese perfecto y repetitivo hermetismo es la mujer, la eterna fuente de atracción y perdición masculina, es Marion quien por vez primera trae color al filme, cuando Damiel la observa también en su primer contacto, con sus pensamientos, con su interior de mujer reflexiva, sensible, meditabunda, temerosa y necesitada de amar y ser amada. Ella es ciertamente la carnalidad, desnúdase, descubre su incontenible piel, su carnalidad, y cuando había caído de nuevo el velo del blanco y negro, se encargará de traer vida, de traer color otra vez al relato que presenciamos. De notar también la atmósfera creada para situaciones y espacio-tiempo que se dividen del resto, se sienten ablaciones de lo demás, son las secuencias en los conciertos, performances en vivo plagadas de lobreguez, de letargo, pero de etéreo tratamiento también, hieráticas presencias pueblan ese denso universo. A este específico respecto, considero pertinente apuntar que el presente proyecto, Las alas del deseo, o El Cielo sobre Berlín, en un inicio, falto de una arista o norte bien definido -Wenders quería hacer un filme sobre ángeles, y sobre el muro de Berlín, combinación que inicialmente su guionista encontró irreconciliable- lo llevó a empezar a materializarse como un ejercicio mudo, y esto se nota en varias secuencias, los parlamentos, o pensamientos muchas veces, se agregaron como elementos en off, favoreciendo el mencionado hieratismo de varias secuencias del filme. Finalmente, el ángel se reúne con su amada, antes de conocerse, ya se necesitaban, antes de conocerse, ya se complementaban, ambos eran todo lo que el otro buscaba, su unión es pues perfecta, perfecta dentro de la imperfección humana, y deja Wenders la ventana abierta, la historia de su idilio forma ya parte de otro relato, y nos lo desliza con el final to be continued. Las actuaciones están a la altura del descomunal filme, Bruno Ganz impecable como el celestial ser que aprenderá a ser humano, Otto Sander también sólido como su leal camarada, y por supuesto, la bellísima y sensual Solveig Dommartin pone la cuota de femenina belleza, de donosura y garbo, sus curvas descritas en su trapecio forman parte de la poesía del filme. Estamos ante una total y plena oda al cine, y ciertamente rebasa al cine, pues pocas veces el séptimo arte se fundió y amalgamó tan poderosamente con la poesía y la filosofía, pocas veces tan ligados, tan vinculados, tan indivisibles. Mayúscula obra, de un titánico director, como me gusta definir a los más grandes, es esto mucho más que una película, es un deleite y un desafío. Bravo, maestro Wenders.






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