Wim Wenders es uno de los
directores germanos contemporáneos que con mayor decencia y brillantez llevan
la rica y orgullosa herencia de su tierra, que vio consagrarse a inmortales titanes de la
talla de los míticos Murnau o Lang, posteriormente viendo a Herzog. Dirige en
esta oportunidad Wenders uno de sus filmes bandera, además de uno de sus más
hermosos y seductores trabajos, ciertamente un trabajo mayúsculo, que combina
al cine, como muy pocas otras cintas, disciplinas como la poesía y la
filosofía, alcanzado complejos niveles que la vuelven muy rica. Es la inmortal
historia de seres celestiales, ángeles que observan desde el muro de Berlín las
tierras alemanas, siendo silenciosos testigos de los humanos, de sus acciones,
de sus preocupaciones, y oyendo sus pensamientos. Las ideas de la mundanidad y
lo humano seducen a uno de los ángeles, pero no tanto como una bella fémina, una
trapecista de un circo, que se volverá su razón definitiva de descender a la
tierra y volverse humano. Todo un clásico, toda una belleza de filme, dotada de
un poder audiovisual como pocas veces se ve, el filme profundiza en la compleja
historia narrada, pero también nos deleita con un lenguaje audiovisual
inolvidable, poético y profundo, en una película que invita a mucha reflexión,
a meditar sobre temas intangibles, es el filme todo un desafío, una obra
inmortal, de lo mejor de este estupendo director alemán.
Tras un inicio con versos
declamando infancia y las preguntas sencillas y a la vez complejas propias de
esa edad, se nos muestra ya la acción, un avión surca cielos berlineses. En él,
van los pasajeros y tripulantes, pero además dos ángeles, Damiel (Bruno Ganz) y
Cassiel (Otto Sander), que escuchan los pensamientos de los humanos, con la
facilidad con que se escucha la radio. Poco después, prosigue Damiel su
monótona actividad, se pasea por las calles y casas de la capital germana,
escucha lo que piensan las personas, mientras prosiguen también las cuestiones
y preguntas existenciales, el mal, el espacio, el tiempo, la muerte, la
identidad, entre otras. Posteriormente, los ángeles amigos se encuentran,
intercambian la amplia diversidad de experiencias y anécdotas vividas en sus contactos con los humanos, y Damiel manifiesta la ineludible
atracción que siente por la mundanidad de éstos, de sentir la imprevisibilidad,
la mortalidad, la trivialidad de la emoción, lo ajeno a la perfección de su celestial condición, y Cassiel le transmite cierta empatía. Pese a sus anhelos
e inquietudes, sigue con su rutina, en otra oportunidad por una biblioteca
siempre oyendo a los humanos, igual que Cassiel, su rutina parece
imperturbable, hasta que un día, llega a un circo.
En ese circo, está la hermosa
trapecista Marion (Solveig Dommartin), queda embelesado con su acto y su
belleza, oye sus pensamientos, se avecina su partida del circo, son sus
últimas funciones, y Damiel escucha sus meditaciones, su deseo y necesidad de
amor, su temor, su inseguridad. Después de eso, su rutina vuelve a la misma
monotonía. Luego, se acerca al anciano Homer (Curt Bois), escucha también sus
profundas meditaciones y pensamientos, caminando a lo largo del muro de Berlín,
cansado de todo, desilusionado de todo. Cassiel, por su parte, llega hasta un
rodaje fílmico, se está rodando una cinta, en la que la principal atracción es
Peter Falk, el famoso inspector Colombo. Regresa luego Damiel al circo, vuelve a ver a Marion,
se embelesa con su donosura. Sorpresivamente, Falk advierte y siente
la presencia celestial de Damiel, que se le presenta, conversan, le cuenta el
actor de su pasado también como ángel, y cómo decidió descender y volverse
humano. Además del circo, sigue a Marion hasta conciertos, oscuras veladas
musicales, y no duda más, se torna humano también. Finalmente, en el comedor de un
elegante hotel se junta con Marion, su amor es correspondido, quédanse juntos
los amantes, se besan, se complementa, y él la ve practicar sus malabares y
números.
El filme nos impregna de sus dos principales vertientes
desde el comienzo, nos bombardea con su incansable y profundo contenido, poesía
y filosofía juntas, los versos del inicio nos introducen en ese denso mundo,
explorando la condición del infante, en la que estos son poseedores de una libertad
que nunca en la vida volverán a tener. Solo en la niñez se tiene la libertad de
expresarse tal como se quiere, de decir la verdad sin tapujos, de expresarse
sin el menor adorno u ornamento impartido por los adultos absorbidos por la realidad, solo entonces se puede expresar aún sin usar las palabras, esos arbitrarios
elementos, heredados de su entorno, que intentan empaquetar elementos
intangibles. Desde el comienzo el estupendo Wenders nos deleita con su
poderosísimo trabajo audiovisual, desde el comienzo nos hace partícipes de la
experiencia metafísica, su descomunal lirismo abruma positivamente, y con la
exquisita y etérea música de Jürgen Knieper, con el hermoso cello, con los
omnipresentes travellings, se enmarcan las infantiles preguntas, tan sencillas
como infinitamente complejas. Es pues pasmoso cómo la primera secuencia nos
invita y desafía y, en la sencillez del infantil mundo, nos presenta la
profundidad, y es excelente ese aspecto, pues solo en la infancia, en la etapa
de desnudez mental, de calidad de ajeno aún al terrenal mundo humano y su
podredumbre, se pueden alcanzar raciocinios y preguntas al adulto anodinas,
pero en el fondo complejas y ricas por reflexionar. Comenzando siempre con el
hermoso verso de cuando el niño era niño,
se procede a presentarnos las preguntas muchas veces repetidas, ¿porqué yo soy yo, y no tú?, ¿porqué estoy aquí y no allá?, además de
interrogantes sobre la vida, la muerte, la identidad, interrogantes pues que no
solo deleitan, sino que desafían poderosamente al espectador, lo obligan a
involucrarse, y dotan el filme todo de un halo ciertamente sobrenatural,
metafísico, profundo e inconmensurable, lo sume en el plano de la filosofía y
la poesía, estupenda combinación.
En el aspecto audiovisual, constantes travellings aéreos,
parsimoniosos y prolongados, exploran desde ángulos imposibles todo el
escenario germano, el muro mismo, y esos aéreos travellings dotan al filme,
literalmente, de un etéreo enfoque, de una celestial aproximación. Esa
celestial aproximación, a su vez, tiene contrapunto en ese muro, el Muro de
Berlín, mostrado siempre cortante, siempre terminando una secuencia, marcando
el contorno, delineando los límites, es insertado este elemento en momentos
específicos y significativos, aparece cuando el anciano Homer hace sus
exhaustas reflexiones, aparece cuando
los ángeles hacen el recuento histórico de los momentos que fueron punto de
inflexión en la historia de la humanidad, y, cómo no, cuando Damiel cae al
mundo terreno, es su paleta de colores, hermosamente simbólico que el ángel
descubra el color -símbolo en el filme de la vida humana-, a través del muro,
preguntándoselo a un mendigo; el muro, pues, es una suerte de presencia
omnipresente, mucho de lo humano está en él contenido. Siguiendo con el
sobrecogedor lenguaje, alcanza Wenders un lirismo visual verdaderamente pocas
veces esgrimido, poesía visual y auditiva, escíndese completamente de cualquier
trama, es un lenguaje audiovisual aparte, exquisito y sobrenatural, superior a
lo tangible, a lo mundano, a lo humano. Así, se materializan dos vertientes
perfectamente diferenciadas, la narrativa, si bien ésta queda supeditada a la
segunda, la descomunal audiovisual, ambas se amalgaman, si bien la segunda
podría tranquilamente configurar una obra completa por separado. Esta segunda
vertiente, la desafiante, hermosa y sobrenatural, se plasma poderosamente con
sus versos, y es que la mayor parte del tiempo -o al menos, en los pasajes más
metafísicos- se prescinde de diálogos, en su lugar se recurren a las
declamaciones, las declamaciones de esos versos tan bellos y sencillos como
profundos y complejos, otra vez, se advierte como si estuvieran dos historias
fluyendo, la del ángel que pierde la cabeza por la mundanidad y por su amada, y
otra historia, la de la filosofía que nos habla, que nos reta a reflexionar
sobre los celestiales camaradas que ansían conocer el mundo terrenal, y
uno de ellos se convierte, literalmente, en un ángel caído, otro simbolismo por
Wenders deslizado.
Se plantea así una demencial situación, los eternos seres se lamentan, y casi reniegan de su calidad de eternos, su eternidad inevitablemente deviene en aburrimiento, en monotonía que los lleva al sopor, están cansados de saberlo todo, de saber lo que pasará, ansían la imprevisibilidad, los eternos guardianes ansían la mortalidad, lo mundano del mundo terreno, anhelan las sorpresas, anhelan el error, anhelan la imperfección, anhelan mezclarse y fundirse con ella, pues incluso se lamentan de que, cuando intentaron ser parte de lo humano, simplemente fue un fingir, fue un pretender ser parte de ello, pues en todo momento son outsiders de ese mundo hermético, de ese mundo colorido y carnal. A ese respecto, el genial alemán dota al filme del simbolismo tan hermoso como excelente del mundo de los ángeles plasmado en blanco y negro, formidable manera de representarlo, bajo este especifico contexto, como insípido, insípido en su perfección y falta de novedad, en su eterna monotonía, completamente contrapuesto al mundo humano, a colores, repleto de pasión y sentimientos, de sorpresas, o simplemente, de falibilidad, de error. Y claro, como no podía ser de otra forma, quien primero rompe ese perfecto y repetitivo hermetismo es la mujer, la eterna fuente de atracción y perdición masculina, es Marion quien por vez primera trae color al filme, cuando Damiel la observa también en su primer contacto, con sus pensamientos, con su interior de mujer reflexiva, sensible, meditabunda, temerosa y necesitada de amar y ser amada. Ella es ciertamente la carnalidad, desnúdase, descubre su incontenible piel, su carnalidad, y cuando había caído de nuevo el velo del blanco y negro, se encargará de traer vida, de traer color otra vez al relato que presenciamos. De notar también la atmósfera creada para situaciones y espacio-tiempo que se dividen del resto, se sienten ablaciones de lo demás, son las secuencias en los conciertos, performances en vivo plagadas de lobreguez, de letargo, pero de etéreo tratamiento también, hieráticas presencias pueblan ese denso universo. A este específico respecto, considero pertinente apuntar que el presente proyecto, Las alas del deseo, o El Cielo sobre Berlín, en un inicio, falto de una arista o norte bien definido -Wenders quería hacer un filme sobre ángeles, y sobre el muro de Berlín, combinación que inicialmente su guionista encontró irreconciliable- lo llevó a empezar a materializarse como un ejercicio mudo, y esto se nota en varias secuencias, los parlamentos, o pensamientos muchas veces, se agregaron como elementos en off, favoreciendo el mencionado hieratismo de varias secuencias del filme. Finalmente, el ángel se reúne con su amada, antes de conocerse, ya se necesitaban, antes de conocerse, ya se complementaban, ambos eran todo lo que el otro buscaba, su unión es pues perfecta, perfecta dentro de la imperfección humana, y deja Wenders la ventana abierta, la historia de su idilio forma ya parte de otro relato, y nos lo desliza con el final to be continued. Las actuaciones están a la altura del descomunal filme, Bruno Ganz impecable como el celestial ser que aprenderá a ser humano, Otto Sander también sólido como su leal camarada, y por supuesto, la bellísima y sensual Solveig Dommartin pone la cuota de femenina belleza, de donosura y garbo, sus curvas descritas en su trapecio forman parte de la poesía del filme. Estamos ante una total y plena oda al cine, y ciertamente rebasa al cine, pues pocas veces el séptimo arte se fundió y amalgamó tan poderosamente con la poesía y la filosofía, pocas veces tan ligados, tan vinculados, tan indivisibles. Mayúscula obra, de un titánico director, como me gusta definir a los más grandes, es esto mucho más que una película, es un deleite y un desafío. Bravo, maestro Wenders.
damiel y cassiel plantean dos tipos de conocimientoss cuales son y en que se diferencian
ResponderEliminarUno se acerca más al humano, se funde casi con ello, otro observa desde su condición etérea..
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