martes, 12 de febrero de 2013

Los Libros de Próspero (1991) – Peter Greenaway


Severo y contundente, armonioso y metafísico, un filme que se inscribe entre lo mejor de un cineasta que descolla, es un filme que inaugura un nuevo momento en la filmografía de un artista que apunta maneras muy diferentes a la abismal mayoría. El británico Peter Greenaway, poseedor de por sí ya de un estilo sin par, de un lenguaje sumamente personal, tan personal como detallista, perfeccionista, de armonía plena y bizarra, presenta un filme que inaugura lo que algunos consideran una trilogía, es la cinta que exhibe por vez primera ciertos lineamientos que en el futuro ciertamente continuará evolucionando. Experimental y temeraria versión, genial versionada del británico cineasta de la obra final de su coterráneo, el titán literario William Shakespeare, La Tempestad, y Greenaway toma este tema, lo adapta solemnemente, y lo funde con su descomunal despliegue audiovisual, su concepción tanto cinematográfica, como teatral, y ciertamente también su dominio pictórico, temas todos que se desarrollarán líneas más adelante. Se alinea al primigenio texto el cineasta, el duque de Milán, Próspero, ha perdido su sitio de poder en detrimento de su traidor hermano, Antonio. Próspero, en su exilio junto a su hija, Miranda, estudiará, a través de veinticuatro textos, las diversas ramas del conocimiento humano, que a la larga le darán descomunal poder de hechicería, fuerzas incontenibles con las que recupera su ducado, mientras Miranda se hace mujer y se enamora del hijo del desertor. Cuando Próspero alcance la cima de su poder, y tenga a los traidores a su merced, finalmente les concederá la absolución, no aplica correctivos, sino que perdona a los desertores, y renuncia a todo su poder, casándose finalmente los enamorados Miranda y Fernando. Con el respeto debido al memorable contexto, Greenaway funde dicha circunstancia de espacio y tiempo con su particularísimo estilo y lenguaje, utilizando recursos de su inventiva para su narrativa, en un  filme experimental, denso, oscuro y metafísico, literario y mayúsculo de Gereenaway.

     


Inicia la acción con la inmediata explicación del primero de los libros, el Libro de Agua, en un atemporal lugar en el que vemos a un anciano, enumerando todos los tipos de líquidas manifestaciones, acompañado, a distancia, por un infante de etérea presentación. Ambos planifican una tormenta, que azotará un navío. Se aborda a continuación el Libro de los Espejos, mientras, tanto el anciano Próspero (John Gielgud), como el infante de rojo pañal se movilizan por palaciegas locaciones ritualistas. Próspero se lamenta por las humanas pérdidas que pueda haber generado el hundimiento del barco azotado, pues su hija Miranda (Isabelle Pasco), exiliada con él, sufre mucho por ello, postrada en cama. Próspero afírmale no fue nada grave, mientras rememora cómo ya fueron doce años desde que perdió su ducado de Milán, su hija tiene ahora 15 años. Entre sus recuerdos, está su hermano Antonio (Tom Bell), traidor a quien Próspero delegó buena parte de las decisiones administrativas de su dominio, mientras realizaba sus estudios. Los libros se suceden, estudios cromáticos, atlas de viajes, estudios de anatomía con libros sangrantes que cuestionan a Dios. Rememora cómo fueron expulsados, por Alonso (Michel Blanc), aliado del traidor, empero pudiendo rescatar algunos de sus amados libros, gracias a un fiel servidor. Próspero vuelve a la acción, y para materializar la tormenta marina que desea, llama a Ariel, el bebé que canta como idílica fémina, que añora su libertad, pero deberá pagar a Próspero primero por haberle ayudado a liberarse del tormento de la bruja Sicorax, que lo fundió a un pino.





Cuando Miranda se recompone, su padre la lleva a ver a su esclavo Calibos (Michael Clark). Calibos es hijo de Sicorax, también fue ayudado por Próspero y su magia, pero por pretender forzar a Miranda, perdió los favores del hechicero; es ahora una aberración de lo que alguna vez fue. Mientras se estudia el Libro de las Plantas, aparece un náufrago, Fernando (Mark Rylance), personaje que gusta prontamente a Miranda. El Libro del Amor nos es mostrado, mientras Próspero, sabedor del clandestino idilio, amenaza a Fernando, pero Miranda aboga por él. Libros de las utopías y las quimeras se suceden, libros de viajeros, es entonces que aparecen Trinculo y Esteban, que se encuentran, y conspiran contra el ex duque. El idilio de los jóvenes Miranda y Fernando continúa; paralelamente, Calibos planea cómo deshacerse de Próspero, le traiciona, pretende ayudar a que lo derroquen. El hechicero, siempre con su fiel Gonzalo (Erland Josephson) a su lado, perdona al joven Fernando, le concede a su hija, libros de autobiografías y tipologías fluyen, los arreglos para la joven pareja se van ultimando. Próspero prevé con facilidad lo que planea Calibos, desbarata el plan y somete al esclavo y sus dos amos, que suplican al hechicero que tenga piedad, y logran conmoverlo. Próspero perdona a todos los náufragos, mientras se reparten los enhorabuenas y parabienes, la celebración es plena, pues todos gozan de la indulgencia, hasta el aberrante y resentido Calibos. La renuncia de Próspero a su poder también es total, se deshace de todos sus amados textos, incinerándolos o lanzándolos al mar, renuncia a su poder, libera a Ariel, nos da un mensaje final. El singular viaje ha terminado.




Culmina de esta forma un muy ambicioso proyecto de Greenaway, una de sus más ambiciosas empresas, sino la más ambiciosa de sus singulares apuestas. Esto se debe en buena parte a que el cineasta toma y respeta -algo ya de por sí positivo-, los temas centrales de la primigenia obra, del texto literario del inmortal maestro Shakespeare, se anima el británico cineasta a tomar el tema y el contexto históricos. Italia, fines del siglo XVI e inicios del XVII, el duque de Milán ha sido traicionado y derrocado, aprenderá hechicería, ajusticiará a los traidores, pero ante todo, hará gala de su corazón y capacidad de perdón. Respeta el director ese plano, empero, y como es natural, funde estos elementos con su propia imaginería y creación artística, y si bien por momentos deja de lado ese plano, el histórico, para dar preponderancia a su fuerza audiovisual, es notable e imposible dejar de destacar el hecho de que respete la obra de la que bebe su propia creación, es una de las claves de su éxito, de la solidez del filme, su atrevido proyecto encuentra al premio debido. De esta forma, mayúsculos temas a nosotros serán plasmados, temas metafísicos, la magia, el esoterismo, y ciertamente, son temas que se sienten próximos al propio cine del autor, hechicerías y conjuros, maldiciones, semidioses, simplemente, tópicos mágicos, como su mismo cine, pues es este su aporte, su aportación que se va a amalgamar con el memorable escrito del maestro literato coterráneo suyo. Hablando ya ahora de su creación, de su filme, es interesante el recurso formal que propiamente da cierta identidad a la cinta, el recurso que prontamente, desde las primeras secuencias, se plasma, el recurso de lo que podríamos llamar un doble plano, un plano dentro de otro, un plano enmarcando a otro, uno de los elementos con los que se corroborará posteriormente la unidad de la obra del británico. Esto, pues si bien el elemento se ausentó por completo en la siguiente entrega, El Bebé de Macon (1993), resurge y se plasma nuevamente en la obra siguiente, The Pillow Book (1996), y en ambos casos, este recurso se manifiesta abundantemente, elevando el nivel experimental del trabajo, otorgándole mayor dinamismo, densidad y complejidad, es un recurso novedoso, fresco; se inaugura pues con este filme un nuevo recurso técnico, el personal lenguaje cinematográfico de Greenaway va tomando nueva forma.









La música, cómo no, viene a ser un elemento también muy importante en el filme del británico cineasta: obra y gracia de Michael Nyman, el acompañamiento musical, con su distinguida tónica clásica, eleva el nivel ya depurado de las imágenes, y nos proporciona una combinación audiovisual notable, atrapante y seductora, bizarra y armoniosa, oscura y onírica, densa y barroca. Por supuesto, el acompañamiento musical se funde con ese otro elemento que otorga la categoría de soberbio filme, y es el trabajo visual, el trabajo de fotografía realizado por Sacha Vierny, ya asiduo colaborador de la obra del cineasta, que genera esas imágenes tan limpias, tan sanguíneas por momentos, carmesí demencia, carmesí armonía y bizarría, dos artistas que se conocen, producen audiovisual y notable belleza, su constante colaboración vuelve a su arte más que arte, es arte a la vida fundida. Se consigue una lobreguez alturada, armoniosa oscuridad -todo es oscuro, todo es lóbrego, por momentos, solo la tormenta derrama algo de luz en la escena-, es un ambiente lúgubre, pesadillesco pero a la vez lúdico, lugares sobrenaturales que se sienten más herméticos y para un humano ordinario inalcanzables gracias a esa música, la amalgama de ambos campos nos hace ver a los humanos como meras herramientas, como maquinales y hieráticos apéndices del atrezzo, pues el despliegue escénico y musical lo es todo. La innegable formación e influencia teatral también se manifiesta en Greenaway, sus exquisitas películas se diferencian por esa alta dosis de materialización teatral, que se manifiesta en la concepción de sus escenas, en la composición, es decir la distribución de sus elementos, cinematográficos y humanos, en los que una escena pequeña va abriendo paso, lentamente, a través de los travellings, a una sola y descomunal escena, que a su vez encuadró no solo a la primera, sino a otras escenas, a otros encuadres. Así, veremos planos dentro de planos, en un dinámico y sutil despliegue de desbordante dominio de Greenaway, que hace cine, que hace teatro, que hace pintura, todo en unas cuantas tomas. Deslízase su cámara por los escenarios, por las surreales locaciones que ha generado, Greenaway, con el brillante Vierny de lugarteniente, se ha convertido en un ya ducho y pleno poeta visual, creador de imágenes, limpias y ricas, rebosantes de detalles, todo confluye en una hermosa armonía, multi artística armonía.










La originalidad y calidad de reconocible del arte de Greenaway reposa justamente sobre esa característica suya, esa capacidad como otros muy pocos cineastas, de dominar y manejar la perspectiva teatral, de fundirla con el cine generando un arte mayor, y a esta capacidad, de entrelazar encuadres y planos soberbiamente -los primeros planos harán también su labor, multiplicando la expresividad de ciertos protagonistas, siempre que no se materializa el citado recurso de plano dentro de un plano-, colabora por supuesto el otro elemento mencionado, el ámbito pictórico. Es ese un elemento del que Greenaway también hace gala de dominio, pues cual cuadro del siglo XVI, plasma y concentra toda su obsesiva construcción escénica, su exquisito barroquismo visual, en las ricas imágenes que engalanan el filme, tienen severa solidez por esa característica, encuadres que emparentan la concepción a un ángulo pictórico, pues la composición, la distribución de los elementos humanos y cinematográficos, es tan ordenada, tan armoniosa, que en efecto, parece que vemos una secuencia de fotogramas de pinturas barrocas, tres artes visuales en una. Entre las secuencias que descollan a ese respecto, tenemos la del encuentro de los amantes, Amanda y Antonio, el encuentro amoroso tiene lugar en paradisiaca e idílica locación, un bello halo de romanticismo se respira, ahí apreciaremos, cómo cada encuadre parece una pintura renacentista, académica y rigurosa, hermosa. Pero el despliegue no termina ahí, y es que todo se amalgama, las declamaciones de los protagonistas de sus diálogos, multiplicando la solemnidad, el vistoso juego coreográfico, la voz y narraciones en off, sumados a los recursos ya detallados, refuerzan pues esa compacta creación que desfila entre distintas disciplinas artísticas, la solemnidad y belleza del teatro, multiplicada por las posibilidades técnicas del cine, la representación de la realidad adquiere una nueva cota, las posibilidades representativas se multiplican ante este inacabable abanico de dominio por parte del cineasta. Y es que aunque son múltiples las locaciones, los lugares en los que se desarrollarán las acciones, el dominio y el equilibrio que se apreciarán en todos ellos será el mismo, se notará la unidad conceptual, y cómo no, si vemos la sanguínea armonía, el casi mórbido equilibrio carmesí durante todo el metraje, rojo omnipresente, en las vestimentas, en los decorados, túnicas, fondos, Greeeneay y Vierny esparciendo esos intensos rojos, esparciéndolos por el filme, como los esparcen por la filmografía toda.











Asimismo, entre las figuras que exhibe el cineasta, tenemos a Ariel, el semidiós, infante interpretado por tres distintos bebés, una de las sobrehumanas presencias, que inicialmente vemos miccionando mientras se columpia, y que canta con idílica voz de soprano, una de las actividades que a lo largo de todo el filme repetirá el infante, mientras numerosos hombres van desfilando mostrando su desnudez, otro elemento que tiene su simbolismo; en esos dionisiacos lugares, los hombres son como herramientas, se los muestra desfilando hieráticamente, pues son casi una maquinal parte del atrezzo, la ropa es innecesaria, las herramientas se necesitan desnudas -para apuntalar este particular apartado, para los entendidos del tema será casi inevitable hallar singular analogía artística en otro titán del arte, el prodigioso Miguel Ángel Buonarotti, y su conocido uso de los ignudi en casi toda su pictórica producción, y sí, otra vez, hallamos pues recursos de la pintura renacentista, todo es consecuente, todo es coherente-. Otro elemento central del filme viene a ser el aberrante Calibos, buen ejemplo de la declamación que se menciona, Calibos habla sin hablar, su plasticidad, su histrionismo, son su mejor lenguaje, mientras su parlamento se desliza en off. Es cine arte, cine arte al alcance de pocos, es cine, es teatro, es pintura, es literatura, y otra secuencia magnifica viene a ser la secuencia en la que Próspero va definiendo el rumbo a tomar, se le suplica tenga piedad, que muestre alma, y el derrocado duque en efecto hace gala de su buen corazón, perdonando a todos, y dándose el mencionado segmento; todos, cual etéreo séquito, siguen al hechicero, que declama, habla con los dioses, mientras el despliegue de la cámara, su lento alejamiento, su sucesión de descubrimientos de nuevos planos y encuadres, elevan esos instantes a lo mejor del filme, es Próspero el meollo de lo que sucede, el centro de la escena, como una teatral escenificación, una magnifica orquestación de la que Greenaway es el maestro, el arquitecto. Hablando del desenlace, Greeneway respeta correctamente la historia, la historia que algunos consideran el epílogo artístico de Shakespeare, y el perdón, la absolución, uno de los temas centrales de la obra, también se plasma en la versionada al cine. La virtud por encima de la venganza, la grandeza anida en el hechicero, que renuncia incluso a todo su fabuloso poder, y al final habla a la cámara, a nosotros, y nos pide nuestra propia absolución. En el apartado de intérpretes, siendo el despliegue visual el corazón de todo, los actores cumplen con solvencia, estarán a la altura expresiva de sus personajes, John Gielgud es el central, es Próspero, su dominio y sobriedad encajan a la perfección con el anciano hechicero, su aporte es el debido para dar cimiento al corazón, al protagonista; Isabelle Pasco cumple en su secundario papel de la hija Miranda, Michael Clark se luce como el espectral y aberrante Calibos, y mención especial para el recientemente finado Erland Josephson, un dios nórdico de la actuación, fetiche de Ingmar Bergman, en secundario papel y enriqueciendo curriculum. Filme notable, a la altura de todo un poeta de la imagen, un filme sobre magia concretado por un mago de las artes, Greeneway prosigue así su particular andadura en el séptimo arte, sigue construyendo su legado cinematográfico.









10 comentarios:

  1. A penas la ví ayer... no se si es porque recién voy conociendo a Peter, pero me parece que hay cierta similitud con A.Jodorowsky en la forma de expresar e interpretar ciertos roles.

    Saludos, y felicidades por el Blog.

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  2. Gracias, Greenaway es uno de los invitados de lujo del sitio.

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  3. Gracias, yo amo a este director y tu comentario es maravilloso. ¿Cómo puedo verla online? No lo consigo. Sara

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    1. Lamento no tener un enlace, lo mejor es adquirir el filme y apreciarlo cuando uno desee..

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  4. No soy gran cineasta, soy ilustrador y diseñador gráfico. Como tal pienso que este film está a la misma altura que la obra de Duchamp "La fuente".
    He tenido que ver esta película para un trabajo que estoy haciendo y en fin... me ha parecido una obra espectacular a la vez que inútil. Pienso que hay muchos artistas que se limitan a reírse del resto, exigiendo todas sus cualidades artísticas, pero sin duda los peores son los que a través de su presuntuosa mente, crean obras conceptuales que después exigen ser tratadas como la mejor obra jamas exigida. A este segundo grupo incorporaría el film de Prospero's Books.
    Sinceramente, soy un inculto del cine, pero lo respeto pues que es el arte mas reproducido en nuestra era. Creo que como arte debe apelar a los sentimientos y transmitirte algo, pero no tiene ningún derecho ha hacerte perder 2 horas de tu vida mediante la escenificación de pomposos encuadres, desnudos innecesarios y diálogos incoherentes. No todo el arte conceptual debe ser apreciado por el echo de considerarse arte.

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    1. Tu opinión es válida, pero jamás definiría ver un filme de Greenaway como "perder 2 horas de tu vida".. discuerdo completamente..

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    2. Sufrir dos horas de tu vida sería una definicion más apropidada...

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