domingo, 10 de junio de 2012

La vaquilla (1984) - Luis García Berlanga


Década de los ochenta, un decenio en el que Berlanga no completaría muchos filmes, y, tras concluir su trilogía del Marqués de Leguineche, con Nacional III (1982), cierra el mencionado espacio temporal con el presente filme, marcadamente diferenciado de los ejercicios inmediatos precedentes. Berlanga recuerda por momentos al mejor director que conocimos en sus ejercicios en blanco y negro, con la censura encima de él, pero ahora, ya sin ese obstáculo -aunque es un debate abierto considerarlo como tal-, regresa a su ingenioso estilo de sátira, y recurre incluso a sutiles e inteligentes simbolismos, poderosos simbolismos que enriquecen decidida y notablemente un filme que rememora al mejor Berlanga en mucho tiempo. Es esta la historia de un grupo de soldados republicanos, en plena Guerra Civil española, enfrentándose a los nacionalistas, y no tienen éstos mejor idea para molestarlos, que robándose un toro que en una próxima festividad, servirá para animar una corrida. Pero el hurto del animal, que termina siendo una vaquilla, nunca se concretará, y terminará por sumirlos en interminables e impensadas peripecias que incluyen pasar buena parte del filme inmiscuidos entre el enemigo, los que apoyan a Franco. Con Rafael Azcona como único sobreviviente de los viejos y gloriosos tándems de los añosos clásicos, se configura un filme que se siente revitalizado, con toda la fuerza y contundencia que Berlanga pareció acusar en pérdida en sus iniciales ejercicios luego de la caída del dictador. Un filme para mirar con mucha atención, uno de los más queridos en tierras ibéricas.

       


Comienza la acción en el frente de batalla, unos soldados republicanos, en sus trincheras, hacen todo menos batallar, juegan al póquer, se divierten, pero no tienen comida, y entonces oyen un altavoz, que indica que en la España nacional las cosas van bien, hay alimento, y se preparan unas festividades. El republicano que está allí al mando es Brigada Castro (Alfredo Landa), que negocia trueques con los contrarios de papel de liar y tabaco, e incluso soldados. Inquieto por el anuncio, Brigada le dice al Teniente Broseta (José Sacristán) que tiene un plan para robarse al supuesto toro de la venidera corrida, y junto a Mariano (Guillermo Montesinos), conocedor del área, planean su operación, a la que colaborarán también el Limeño (Santiago Ramos), y el cura (Carles Velat). Parten de medianoche, pero se pierden, y terminan yendo a las tierras del joven soldado. Al llegar finalmente al establo indicado, el toro es una vaca, la misma que no llegan a capturar, escapa, es ya de mañana. Tras el fracaso en su misión, llegan a una laguna supuestamente desolada, pero mientras se bañan, llegan soldados nacionalistas, con la fortuna de que, estando todos semidesnudos, no los reconocieron como republicanos. Llegan después a la casa de Guadalupe (Violeta Cela), novia de Mariano.




Se refugian con Guadalupe y su madre, Juana (María Luisa Ponte), pero al rechazar Guadalupe a Mariano, deben partir. Prosiguen los cinco su marcha, llegan hasta un prostíbulo, lugar en el que, estando a punto de ser atendidos, son interrumpidos por soldados nacionalistas. El cura, que en realidad no es tal, es investido por ellos como sacristán y lidera una procesión, en la que Mariano trata de recuperar a Guadalupe, pero ésta se entiende con un alférez ahora (Juanjo Puigcorbé). Tras aplaudir todos el paso de una avioneta, llegan a la casa de un distinguido marqués (Adolfo Marsillach), que vive con su hermana, la condesa Adela (Amelia de la Torre), adultos maduros de los que los soldados cuidan, Brigada va perdiendo la paciencia. Se avecina el jolgorio y la corrida de toros, el Limeño, que se ha encontrado allí con su amigo Cartujano (Carlos Tristancho), será uno de los toreros. El Limeño torea y encanta, sale a hombros. Brigada no ve la hora de irse de allí, Mariano en vano lucha por recuperar a Lupe, llegan a la casa de los padres del soldado, donde están también el marqués y la condesa. El quinteto amarra al marqués a su silla de ruedas, lo abandonan en un paraje de noche, avistan a la vaquilla, el Limeño y el Cartujano, la torean, pero, tras disputársela, ésta fenece.




El descomunal realizador español nos pinta un espectacular bosquejo de lo inútil y ridícula que termina siendo la guerra, nos ilustra un mundo bélico en el que lo primero que vemos, es a los soldados hacer cualquier cosa, menos la guerra. Dejadez, juegos de cartas, relajo, un prolongado travelling nos ilustra esto con lujo de detalles, los planos secuencia de Berlanga pronto se manifiestan, vemos la fotografía inicial, unas circunstancias tan inverosímiles en las que los soldados se intercambian a modo de trueque con una facilidad como si fueran tabaco o papel de liar, el paralelo y la analogía son soberbias, materializa ya sus contundentes figuras. Asimismo, el guía de la misión, robar la vaquilla, es Mariano, soldado que nació en terreno fronterizo, al que se le dice que de no conseguir uniformes nacionalistas, se pintarán de rojo los propios, los republicanos, la guerra queda pues reducida prácticamente a un juego. En ese burlesco ambiente hasta un ridículo homosexual está presente, que inclusive sirve como señuelo antes de perpetrar su intento de rapto toril. Nunca antes, hasta ese momento, se había configurado una cinta que presentara en clave cómica el tema de la guerra civil española, y probablemente nunca más en el futuro se configuraría una que lo hiciera de forma tan exquisita e hilarante. Ridículas las figuras, inepcia tras inepcia, ocurrencia tras ocurrencia, un soldado con los pantalones ensuciados, pero no por miedo dice el sargento, sino por ciruelas que comió el día anterior, despertando furia y maldiciones en Brigada. El director valenciano no podía evitar incluir, asimismo, otro elemento muy berlanguiano, el elemento laico, y de esta forma vamos al cura, religioso frustrado, que de pronto es investido como sacristán y lleva la batuta en una procesión, procesión postiza y forzada, pero son imágenes que el director nunca deja de insertar en un filme suyo.




Como se mencionó, la guerra queda en la cinta minimizada casi a un juego, a algo ridículo, algo incluso en segundo plano, y a esto colaboran mucho los también señalados poderosos simbolismos de los que la dupla Berlanga-Azcona hace gala. Afirman los republicanos, semidesnudos en la laguna, sin uniformes, bañándose con los enemigos, “en pelotas, ni enemigos ni nada”, y es que finalmente solo los uniformes los diferencian, los atavíos, insignias y señales, pues en el fondo son todos hombres, con símiles intereses, bañándose como hermanos en una laguna, o esperando todos su turno en un prostíbulo, la guerra pues queda como algo absurdo, innecesario, es una lucha entre hombres que finalmente son iguales, españoles hermanos. Y es que durante buena parte del filme los republicanos se camuflan entre los nacionalistas sin que nadie note nada, evidenciado queda que la auténtica diferencia entre ambos se reduce a unos insignificantes retazos de telas y algunos distintivos militares sin mayor significancia o importancia. Lo que sí parece evidenciar Berlanga que le resultaba imposible dejar de mostrar, levantada ya la censura, son sus recurrentes imágenes sexuales, la alegoría se perdió por completo, para mostrarlo ahora todo con desenfado, pero no llegan a ser tan grotescas estas secuencias como en La escopeta nacional (1978), o la posterior París Tombuctú (1999); hay secuencias explícitas de sexo, sí, pero ya no están ahí para ridiculizar a una clase, sino para retratar una situación austera, un cuadro mayor, y en el que se siente un halo de la seriedad y sobriedad que Berlanga siempre supo mostrar en trabajos anteriores. Esas escenas, en el prostíbulo, sirven, como en la laguna, para evidenciar la igualdad de los hombres, de sus instintos y necesidades, su igualdad debajo de los fríos uniformes, las diferencias quedan minimizadas y reducidas.





Otro de los poderosos simbolismos de la cinta berlanguiana presente se manifiesta en la encarnación no-militar de la clase franquista, esto es, los que son defendidos por los efectivos nacionalistas: el marqués, y su hermana, la condesa, que son representados como una clase rancia, senil, desgastada, incluso inválida. Un marqués con gota, en silla de ruedas, una condesa enormemente idiota, incoherente, lenta, las falencias de ambos son de todas las naturalezas, y ellos, propietarios de tierras, son las devaluadas figuras “nobles”, rezagos de la clase que imperó durante el totalitarismo, siempre son defendidos y atendidos por los lacayos franquistas, y ojo a los saltantes y evidentes letreros de “Viva Franco” en medio de la algazara y celebración de ese bando. El máximo simbolismo queda materializado cuando abandonan al marqués en una suerte de páramo, maniatado, amarrado a una silla de ruedas, diciéndole “ahora sí es libre”, fuerte la figura que nos presenta de la clase a la que representa el viejo marqués, impedida de todas las formas posibles. Descabelladas e impensadas circunstancias son las que se van sucediendo en el filme, absurdas peripecias las que atraviesa el singular quinteto en la búsqueda de su cometido, robar la vaquilla con el único objetivo de fastidiar a los fascistas y elevar la moral de su gente, en un escenario donde la guerra puede incluso ser dejada en segundo plano, pues lo que nos transmite es, una vez más, una ácida crítica y ridiculización a Franco y sus rezagos, además de la igualdad de los hombres, lo innecesario y absurdo de la guerra. Se trata de uno de los filmes más atractivos del valenciano, no en vano más de una vez citado como uno de los filmes más queridos de la historia del cine español, en el que recupera el ibérico su vigor, ingenio, mordacidad y exquisita sutileza, es como ver al mejor Berlanga otra vez, esgrimiendo y blandiendo ahora poderosos y deliciosos simbolismos, en los que la tierna vaquilla termina siendo el máximo simbolismo, objeto perseguido, que una vez alcanzado, fenece, acaso sea la guerra misma, ridículo y quimérico objetivo, que cuando se alcanza, termina siendo una putrefacta masa, muerte y podredumbre, como la poderosa imagen con la que cierra el realizador su filme, primero mostrando su inerte ojo, luego el cadáver vacuno siendo devorado por los implacables buitres. Gran filme de Berlanga, que se rodó en Zaragoza, en la región de Sos del Rey Católico, a cuya población se agradeció su colaboración, siempre apoyado el maestro por ese otro genio, Rafael Azcona, dándole solidez y fuerza únicas al guión, a los parlamentos. No termina siendo muy influyente el hecho de que trabaje el español ya sin ninguno de sus actores fetiche, pues el reparto nunca desentona, se configura uno de los filmes más apreciables del titánico ibérico.


Genio trabajando.

La vaquilla.

Muerte y descomposición.

Podredumbre, la vaquilla feneció.
El gran Berlanga.

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