

La segunda historia tiene lugar en Sevilla, en el Siglo
XVI, los años en que tenia poder y regía tiránicamente la Inquisición. En la
ciudad española, reside el distinguido Don Gómez de Castro (Hallander Helleman), junto a su bella hija Isabel (Ebon Strandin), ella estudia matemáticas e historia
con Don Fernández de Argote (Johannes Meyer). Pero Don Fernández no puede evitar
mirarla con otros ojos, no la ve como una mera pupila, y en vano se auto
inflige severos castigos, ella no sale de su mente. Esto es advertido por un
gran Inquisidor, que es Satán, aborda al atormentado mentor, que incluso ve en
la imagen de una santa a su Isabel, y aunque inicialmente rechaza unirse a los
inquisidores, al final se adhiere a su organización. Su primera misión es
entregar a Don Gómez y a su hija, clandestinamente localizados, a los
ejecutores, cosa que no puede hacer, e Isabel, sabedora de su filiación, lo
rechaza. Pero Fernández no puede faltar al severo juramento que hizo al unirse
a la Inquisición, y descorazonado observa cómo Isabel es condenada y ejecutada
en la hoguera.


Antes que nada es preciso indicar
que esta crítica se basa en la versión del filme de 120 minutos, no con poca
desilusión he de aceptar que no he tenido acceso a la íntegra versión, la de
167 minutos. Dreyer, en el primer segmento de su trabajo, el más solmene de
todos, retrata un tema que era necesario, ineludible, dada la directriz del
filme. Si de pecadores tentados se habla, no puede faltar Judas Iscariote, el
máximo traidor, solo después del propio Lucifer. Entre los detalles a notar,
tenemos la representación de una mujer tocando el arpa, de las secuencias mejor
logradas del filme, y en el que se siente un tratamiento impregnado de los ecos
del entonces naciente y vigoroso expresionismo alemán, las sombras y los
contrastes se aprecian en un fondo totalmente lóbrego, donde la única figura es
la fémina haciendo música, se materializa poderoso claroscuro. Destaca asimismo
la última cena, realizada con mucho formalismo, adoptando el clásico esquema
pictórico y distributivo de los apóstoles y Jesús en la mesa alargada y
angosta, la composición de sus encuadres hacen resaltar esa distribución, que
nos da la sensación de apreciar la solmene ocasión desde el punto de vista más
clásico y convencional, la concepción que tiene uno predeterminada de los
cuadros y pinturas religiosas. En este segmento, a parte del genial Nissen, el
trabajo de Jacob Texiere, como el traidor Judas es también sólido y notable. En
el segundo relato, otro momento históricamente vital dentro de la historia
cristiana, los oscuros años de la Inquisición y sus dominios despóticos, y en
el que la tentación carnal hace presa de un individuo, personaje que tiene singular alucinación de ver a su femenino objeto de deseo hasta en la figura de
una santa que venera. Es un capítulo que se siente dotado además de una mayor
teatralidad que el anterior segmento, materializada en los planos medios y
planos prolongados de una escena, que le dan mayor unidad narrativa al relato,
y que estará impregnado también por marcados contrastes, incluso en la
vestimenta, siempre las víctimas a procesar vestidas de blanco, y los
inquisidores, literalmente oscuros, visten de negro, un contraste expresivo y
significativo que no está ahí en vano; este detalle, sumado a la lóbrega
ambientación, refuerzan ese tibio halo expresionista antes mencionado.

