La primera cinta que el buen
Hitchcock rodaría en tierras norteamericanas sería la recordada Rebeca, filme
con que muy exitosamente daría inicio a su tan fructífera como memorable
andadura cinematográfica en los estudios yanquis. Con tal propósito, Hitchcock
adapta a la pantalla grande la segunda obra de las muchas que terminaría
llevando al cine de la literata británica Daphne du Maurier, tras la inicial Jamaica Innn de un año atrás. Nos
retrata pues el gran Hitch la historia de un acaudalado viudo, que no puede
superar la traumática muerte de su mujer, muy amada tanto por él como por la
servidumbre, pero esa muerte no priva a la mujer de ejercer poderosa influencia en su
lujosa residencia oscura. Todo se complica cuando se casa repentinamente el viudo con
una humilde fémina, dama de compañía de otra mujer más acomodada, pero la
inevitable y perenne comparación con la finada esposa terminará por derrotarla,
sacando a luz morbosos secretos. Previo aún al marcado estilo que
desarrollaría en Hollywood, el filme sirve para seguir la estela de suspenso
que ya había ido entretejiendo el británico, siempre experto y ducho en
generarlo, y explorando en esta oportunidad una variedad de la fuente de dicho
suspenso que no se repetiría mucho en el futuro. Para terminar de dar forma al
filme recluta Hitch a su paisano, el gran Laurence Olivier, como el viudo
atormentado, y a Joan Fontaine, que, sin ser la primera opción, encarna a la
atormentada nueva esposa cuya entereza será hecha añicos, y un reparto de
primer nivel que incluye a George Sanders y Judith Anderson.
Se inicia el filme con una voz femenina en off que rememora su conexión a Manderley, pueblo natal suyo, explora un oscuro
bosque y ve una residencia, pero antes de eso, se retrotrae al sur de Francia.
En Monte Carlo, un individuo está a punto de arrojarse por un barranco, una
joven mujer lo evita, le salva la vida. Luego, en una refinada reunión,
coinciden de nuevo, se trata de “Maxim” de Winter (Olivier), acomodado y viudo
personaje, y de una atractiva joven, (Fontaine), dama de compañía de la
pudiente señora Van Hopper (Florence Bates), que cordialmente invita a Maxim a
una copa, pero éste se muestra cortante. Al día siguiente, el individuo
consigue almorzar con la muchacha, se van conociendo, ella es artista aficionada
y lo retrata, sus encuentros se repiten y ella se enamora; cuando la señora Van Hopper dice que es hora que se vayan, Maxim le dice que se quede y se case
con él, lo cual efectivamente hacen. Tras una llamativamente modesta boda,
regresan a Manderley, donde la ya nueva señora de Winter conoce el inmenso
castillo, a la servidumbre, y la rígida ama de llaves, la señora Danvers
(Anderson), estricta mujer que le muestra la casa. La nueva señora se va
familiarizando con la inmensa residencia, así como algunos efectos personales
de la finada primera esposa, Rebeca. Conoce también a algunas amistades de su esposo,
el matrimonio Lacy, el mayor Giles (Nigel Bruce) y Beatrice (Gladys Cooper).
Luego, da ella un paseo por un
bosque aledaño, donde llega hasta extraña cabaña, con misterioso individuo
adentro. Conoce también a un buen colaborador de Maxim, Frank Crawley (Reginald Denny), que le cuenta más detalles de Rebeca,
cómo feneció ahogada en un bote, y lo hermosa que fue. La mujer, siempre
comparada con Rebeca, cambia su apariencia, vestir y cabello, pero sus
constantes torpezas la van enemistando con la señora Danvers. Cuando Maxim debe
partir a Londres por negocios, la nueva señora De Winter conoce a Jack Favell
(Sanders), escurridizo vecino. Visita luego la atormentada mujer el ala oeste
del castillo, aislado, la pomposa e intacta recámara de Rebeca, y Danvers le
narra fascinada cosas de su ex patrona, la atormenta, ella llora. Intenta la
joven romper la situación, eliminar documentos de Rebeca, y propone a Maxim, ya
de regreso, realizar un elegante baile de disfraces. Ella trata de hacerse
cargo de todo, pero su disfraz, elegante vestido propuesto por Danvers, altera
a Maxim, y Danvers la sigue atormentando, incluso le exhorta al suicidio. Bizarro
descubrimiento en el mar se hace, el cadáver de Rebeca está ahí, y no en el
cementerio, severas investigaciones se hacen, con Favell incluido, con quien mantenía adulterio, se sabe quién
mató en realidad a Rebeca, Maxim lo confiesa a su esposa, aparente accidente.
Tras solucionarse el intrincado, caso, encuentran su castillo en terrible incendio, con el que Danvers destruye todo.
Memorable filme, en el que el estupendo segmento inicial nos
adelanta ya la magna obra que presenciaremos, con la enésima muestra de la
eficiencia y exquisitez de Hitchcock en el trabajo de cámara, con un soberbio
travelling de apertura al filme, la fémina rememorando sus conexiones con
Manderley, y la cámara nos introduce en un tétrico y oscuro bosque, nocturno
escenario donde aparece el aún más tenebroso castillo de Winter. Emergerá
poderosa la figura, tras un travelling prolongado, sobrio, elegante, que no
cesa, que varía el ritmo, se detiene, continúa, explora omnipresente la
oscuridad, sutil y estimulante recurso narrativo de Hitchcock que tiene su
clímax en el descubrimiento del castillo, rico y pleno en contrastes,
contraluces, luces y sombras que enaltecen su imponente y alucinante aparición.
Prontamente, también se manifiesta la otra importante figura del filme, la
víctima, la atormentada mujer que ni siquiera nombre tiene, buen detalle de
Hitch, para convertirla en aún más frágil criatura, innombrable literalmente.
Aparece la fémina como una sirvienta, insegura, torpe, sumisa, obedeciendo
maquinalmente órdenes de de Winter, frágil personaje a quien no tarda en manifestársele
la comparación con Rebeca, comparación que desde ya pierde, la mujer que ni
nombre tiene, y de incierto pasado. Ella es uno de los meollos del filme,
siempre nerviosa, siempre torpe, siempre presa de los tormentos del ama de
llaves, sintiéndose indigna de la distinción de señora de Manderley, cautivada
y deslumbrada por el relumbrón de esa vida, siempre siente que todo lo que se
le otorga es una caridad, ciertamente se comporta más como una criada que como
una señora, como se lo hacen ver todos, incluso Maxim.
De ahí se comienza a generar la
severa tensión, la constante y perenne comparación va destruyéndola, su
terrenalmente ausente predecesora está más presente que nunca estando muerta,
poderosa influencia ejerce, fuerte presencia manifiesta, la supera, la abruma,
y el inacabable escrutinio la terminará por quebrar. Y quien colabora
poderosamente a la demencial situación es la severa ama de llaves, la tétrica y
férrea señora Danvers, amenazante e imponente, fría y distante, impermeable a
todo es su presencia, ella es la auténtica dueña de casa, pues es el más
intenso receptáculo de la finada Rebeca, su favorita, como se va confirmando
conforme avanza el filme, a través de ella es que con mayor fuerza se va
manifestando la presencia de la difunta
señora, ella domina todo, ella alimenta esa presencia. Su poderosa figura es
clave en el filme, alcanzado uno de los clímax cuando conduce a la joven al
disfraz más impertinente en la fiesta, se muestra más maquiavélica y
escalofriante que nunca, exhortando a su frágil victima a que abandone todo,
literalmente todo, incluido este mundo. Y claro, ella encarnará el máximo
clímax, el desenlace, cuando ya la bizarría y morbosidad gradualmente se
incrementen durante el filme, cuando Maxim ya admitió sus sórdidas acciones,
liquidó por accidente a Rebeca, la hizo hundirse en el bote, y enterró a otra
mujer en la tumba, un año después, todo comienza a salir a la luz. Es entonces
que ella materializará la memorable secuencia de inmolarse en el castillo, pues
la dignísima figura de su señora ha sido destruida, pulverizada, sus falencias
y múltiples defectos salen a la superficie, y ella, uno de los principales
receptáculos de la presencia de Rebeca, encontrará intolerable la verdad, su
inquebrantable figura también se resquebrajará, colapsa, y su único refugio es
acabar con todo, con el recuerdo y con el castillo. Pocas veces en un filme se
sintió tan singular situación de una ausente
presente, pues aunque ni se vea a la fémina, la influencia y poder que
tiene en Manderley es tan flagrante y poderosa como innegable, y he ahí que Hitchcock aprovecha sus poderosos encuadres, para de la soledad, aislamiento y silencio, generar suspenso con esos precisos enfoques y planos que retratan esa perenne soledad, deprimente y siempre tenebrosa ausencia obtiene de esas sombras, de esos vacíos.
El filme descolla, aparte de la
sordidez y negras situaciones retratadas, por la severa tensión y suspenso que
sabe imprimirle el británico cineasta a su relato, que impregnan el metraje
todo, las mencionadas imágenes y solitarios encuadres, sumados a un ritmo frenético que lo escinde y hace superar a la primigenia obra de
la también británica du Maurier, apoyado en buena medida por ese eficiente
trabajo de cámara, lentos y sensibles travellings se sucederán que siguen a la
acción y dan mayor unidad dramática a los sucesos, no cortando nunca la línea
de acciones, y dinamizando la narrativa. Y claro, como no muchas otras veces,
ese trabajo será llevado al extremo, casi materializando lo intangible,
reforzando esa ausente presencia,
resaltando la memorable secuencia de la confesión de Maxim, la lente sigue el
hipotético movimiento de Rebeca, enfoca el sillón, enfoca su acción de
levantarse, de caminar, casi la vemos, pues es poderosa la sugerencia de que
está allí, coronándose con bizarra
muerte de Rebeca, la cual, por cierto, es uno de los pocos cambios respecto al
literario texto, pues en el libro, Maxim efectivamente elimina a Rebeca, no es
una muerte indirectamente provocada, como en la cinta… detalles de la
producción. Naturalmente, uno de los bastiones y piedras angulares del filme
-aparte de la puesta en escena, tratamiento y narrativa, todos impecables
aspectos-, es el aporte actoral, el mítico Laurence Olivier dirigido por Hitch
en su debut en tierras yanquis, un hecho de por sí ya memorable, y Olivier cumple
con toda la solvencia de uno de los mayores talentos ingleses, uno de los
mayores cineastas de la últimas décadas, su encarnación es correcta, abstraído,
distante, atormentado personaje que bizarros secretos guarda, impregna al filme
de su elegancia y suficiencia en la actuación. Acompañándolo, Joan Fontaine, de
quien se dice casi no trabaja en la película, su papel, la nueva esposa, estuvo
casi en manos de Vivien Leigh, entonces la pareja en la vida real de Olivier,
pero finalmente recayó en ella; vale mencionar además que Hitchcock, con su
mítica faceta de tirano con sus actores, atormentó, junto a todo el estudio por él aleccionado, a
Fontaine, para colaborar a su fragilidad y endeble figura en la cinta. Como
reparto secundario, la brillante Judith Anderson está en uno de los mejores
papeles de su carrera, vital dentro del filme, su rectitud y seriedad son una de las mayores fortalezas del filme, cuya terna actoral principal completa un
George Sanders tan decente y apreciable como de costumbre, no sería el último
de sus trabajos con Hitch, y felizmente que no, pues es de esos actores cuya
inclusión y elegante presencia terminan de apuntalar y dar solidez a un buen
reparto. Culmina así el primer filme en Hollywood de Hitch, otra vez
trabajando un texto de su paisana du Maurier, escritora que lo despidió de
Inglaterra y le dio la bienvenida a los Estados Unidos con su material. Hitch
cruzaba ya el Océano Atlántico, cambiaba de continente para seguir haciendo
historia, y es este uno de sus filmes que sencillamente es sacrilegio llamarse
un decente admirador del gran cineasta inglés y no haber visionado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario