John Ford, santo y seña del cine
yanqui, de lo mejor del cine estadounidense que este país en sus años dorados produciría,
dirige este filme, uno de los cimientos y pilares principales del género por
antonomasia de Norteamérica, por supuesto, el western. Colaborando con otro
ícono inmortal del western, John Wayne, se configura pues un filme que tiene en
sus colaboradores a una de las razones por las que tuviera tan imperecedero
éxito, por la que se le considera en el Olimpo, dentro de su género. Es la
historia de un viejo veterano de guerra, que, tras participar en la Guerra de
Secesión contra los yanquis del norte, regresa a su hogar, a su rancho, donde
se encuentra con la sorpresa de que los indios comanches han secuestrado a su
querida sobrina, y se emprenderá implacable búsqueda y rescate de la mujer,
por parte de Wayne y su sobrino adoptado, de ascendencia en parte india. Uno de
los filmes en los que Ford plasma con mayor contundencia y belleza
el vasto desierto norteamericano, pocas veces un western fue dotado de
semejante fuerza visual, gracias a una buena fotografía, además de un sólido
guión, y claro, la colaboración del mito de los cowboys, John Wayne
enalteciendo el filme con una de sus mejores interpretaciones; incluso por
algunos considerada como la más notable, y acompañado en el reparto por la joven y trágicamente desaparecida Natalie Wood como la sobrina secuestrada.
Se ubica la acción en Texas, 1868, se abren las puertas
de un rancho al que llega Ethan Edwards (Wayne), siendo bienvenido por su madre
y sus sobrinas, además de su hermano, Aaron (Walter Coy). Llega también Martin Pawley (Jeffrey Hunter), sobrino adoptivo a quien salvó
cuando éste era niño, pero ahora, de ascendencia mitad india, Ethan lo
desprecia. Mima a sus sobrinas, Lucy y Deborah, mientras Aaron está algo
escéptico sobre su presencia. Llega también el Reverendo y
Capitán Samuel Johnston Clayton (Ward Bond), que informa de ciertos agravios que el rancho ha sufrido,
se sospecha que los indios podrían haberlos causado. Mientras la joven Debbie se
relaciona con Brad Jorgensen (Harry Carey Jr.), Ethan va a ver qué está sucediendo
con Sam, encontrando reses muertas, las reconoce como un mero señuelo, sospecha
de indios Kiowas, el rancho corre peligro. Mientras tanto, en la casa, en el crepúsculo, escuchan ruidos los
Edwards, entienden que hay una emboscada india, ocultan a las niñas, pero no
pueden remediarlo, al regresar Ethan y Sam, las infantes han sido secuestradas por
los comanches. Furioso, Ethan emprende la búsqueda y persecución, a la que se
suma Sam.
Los indios los
acechan y se acercan, un duro enfrentamiento se produce, del que salen airosos
los yanquis, aunque un miembro de la expedición es herido. Ante
el fracaso de su estrategia, Sam es despedido como líder, Ethan continúa la
búsqueda con Martin, pero el recio líder Edwards se separa del grupo, investiga por su cuenta, regresando con los demás con la terrible noticia de que
encontró a la menor de las niñas muerta. Un año ha pasado ya de la búsqueda, la
comitiva llega al rancho de los Jorgensen, donde encuentran a Laurie (Vera
Miles), que desde niña considerábase novia de Martin, a quien atiende muy bien.
Ethan exhorta a Martin que cese en la búsqueda, lo abandona dormido, pero el
tenaz Martin lo sigue y continúan juntos. Laurie queda sola otra vez, recibe
una carta de Martin en la que éste cuenta cómo surcan territorio indio, compran
ciertas mercaderías, y hasta, sin querer obtuvo una esposa comanche, a quien
llaman Look (Beulah Archuletta). Siguen caminando entre territorio gélido de búfalos, se
acercan al rastro del Jefe Cicatriz, es un campamento comanche. Encuentran a
Debbie (Wood), que afirma sentirse ahora parte de los indios. Ethan la condena, hasta pretende eliminarla, pero finalmente, se
reconcilian, Debbie es rescatada, y Laurie se vuelve a unir con su adorado
Martin.
Uno de los mayores westerns que
se hayan rodado, dotado de gran fuerza, a la que no se le encentran
fisuras durante su metraje. Primeramente -y dejando la mítica secuencia de apertura del filme para después-, desde el inicial segundo del filme se siente
una pasmosa solemnidad en el tratamiento de las acciones, en la que la llegada
de Etahn, el veterano de guerra, es retratada de una forma casi ritualista,
casi ceremonial su arribo, o mejor dicho, regreso, y esto es potenciado en
buena medida por la solemne y atmosférica música de Max Steiner. Esa banda
sonora es una de las claves del filme, ambientando y generando esa atmósfera
densa y ceremoniosa, es decisivo su aporte, dotando de solemne lirismo a buena
parte del filme. Ford tiene a dos auténticos titanes colaborando con él en este
inolvidable filme, por una parte, el mencionado Steiner en la música, además de
la descomunal y portentosa fotografía de Winton C. Hoch, bellas las imágenes
que se producen encuadres naturales, sencillez, cercanía, ciertamente
extrae petróleo de las posibilidades cromáticas del extenso desierto yanqui,
esas capacidades cromáticas que parecieran nunca antes haber existido, por la
forma descomunal en que se plasman. Apabullantes imágenes del cielo, azul y despejado, con los copos de nieve, las nubes como dioses
supervisándolo todo, coronando a las imponentes y titánicas mesetas y montañas,
una fuerza visual tan inusitada como agradable en un western, y esto, sumado a
la genial banda sonora, genera un paquete audiovisual agradable, ciertamente notable, situando al filme en otro apartado, alcanzando el presente western,
gracias a estos recursos, expresiva y narrativamente, otro nivel. Pocas veces
una cowboyada alcanzó esa riqueza formal, riqueza en sus formas,
poderosa la fotografía, resaltando el tratamiento de la espectacular secuencia del siniestro crepúsculo
previo al ataque indio al rancho, todo bañado en trágico rojo anaranjado, tensa
y densa situación en la que se advierte el mal agüero, que algo trágico está
por suceder, como efectivamente, sucede.
Habiéndose halagado ya el trabajo audiovisual,
se procede a remarcar la fuerza que también emana de los caracteres, de los
personajes, encarnando Wayne a una de sus más memorables personajes, Ethan
Edwards es un hombre amargado, incluso un renegado, un solitario perdedor, que hincó la rodilla en la Guerra de Secesión ante los yanquis del norte, se refuerza en él la imagen
del cowboy que anda solitario, condenado a vivir en soledad, sin que nada le
importe -como la memorable imagen del recordado Shane-, y Wayne presta una de sus mejores interpretaciones. Soberbio
encarnando a su probablemente más racista personaje, pero es complejo el
individuo, aborrece a su propio sobrino adoptivo, a quien salvó siendo niño,
por tener sangre india en sus venas, y llegará hasta a querer liquidar a su
querida sobrina por declararse del lado de los comanches, aunque esto sea
rectificado posteriormente, es como si Ethan nunca acabara de encajar en ningún
lado, y es por su odio, odio que parece no conocer receptáculo especifico, sino
es contra todos. Pese a eso, es un aborrecedor inteligente, conoce al objeto de
su odio, sus rituales, sus costumbres, hasta su idioma, no es cualquier bruto
gritoneando, es un ser complejo, y Wayne está excelente, ofreciendo, en su
mejor expresión, sus mejores cualidades, recio, duro, rudo, intratable, que no se casa con nadie, indomable el fiero cowboy por antonomasia. Sin embargo, la
rudeza del filme es relativamente edulcorada, la habilidad narrativa de Ford y
su guionista, Frank S. Nugent, se manifiesta, con tibios momentos
humorísticos, algunos más benignos que otros, además de la espera de Laurie, la
sufrida y sacrificada que aguarda sin fin a su amado, que incluso tiene singular
unión impensada con una india comanche. Y claro, finalmente Ethan perdona a
Debbie, era impensable que la eliminara, lo hubiera vuelto abyecto, ruin y
despreciable, finalmente se humaniza poderosamente su figura, al perdonar a su
propia sangre, rescatarla y volver todos a casa, se rompe su impenetrable
hermetismo, finalmente se manifiestan sus sentimientos, su querer, el final
feliz era ineludible, como en todo buen western yanqui. Y para cerrar el filme,
una secuencia que se ha vuelto hito y referencial piedra angular en secuencias
de apertura, el mítico segmento, tras haberse mostrado los créditos, de la
cámara saliendo por la puerta, saliendo del rancho, literalmente empezamos la
acción dentro del rancho Edwards, involucrando e introduciendo Ford al
espectador en la acción, fusionando la realidad con la historia, generando una
nueva óptica apreciativa, la misma con la que se nos cierra la acción; nuevamente nos introducimos en el rancho, pues todo ya ha sucedido, colofón
perfecto, como lo fue el prólogo. Uno de los mejores westerns de Ford, y, por
ende, del cine norteamericano, referencia del cine yanqui, muestra de la
genialidad que pueden producir múltiples titanes del cine colaborando y siendo
arménicamente orquestados.
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